Diré algo sobre una palabra que se menciona poco pero que resuena. Benevolencia. No la he estudiado, así que ese algo es, por fuerza, ajeno y fragmentario.
De la etimología. En occidente, el origen de la palabra es romano pero el del concepto es griego. Los griegos clásicos usaron eudokia que significaba recibir bien lo que parece conveniente para uno. Aristóteles no vio mayor mérito en esa idea elemental y propuso que se debería dar un sentido de la eudokia por el cual la opinión conveniente se manifestara hacia el otro distinto a uno.
Los romanos alteran por completo esta acepción desde el vocablo mismo. Benevolencia es buena voluntad; mantener una actitud de buena voluntad hacia los demás. Según el filólogo y sacerdote español Manuel Guerra, los primeros cristianos ya distinguían entre benevolencia y beneficencia, que es hacer el bien. La beneficencia es una expresión de la caridad.
De la historia de la filosofía. Para Aristóteles la eudokia era una virtud menor; da la impresión de que la tradición cristiana tampoco le da un lugar central. En todo caso, la beneficencia y la caridad en sus expresiones más materiales se convirtieron en el centro de la práctica cristiana. Una solución materialista y fácil que se expresa en la limosna. Mencio, el filósofo chino contemporáneo de Aristóteles, pone a la benevolencia (rén) entre las cuatro virtudes cardinales. En esta doctrina, “la benevolencia no es simplemente una cuestión de sentir de cierta manera: también tiene aspectos cognitivos y conductuales. Una persona totalmente benevolente estará dispuesta a reconocer el sufrimiento de los demás y a actuar de manera apropiada” (Stanford Encyclopedia of Philosophy).
De mi caletre, recordando que es una palabra prima de carácter. Se escapa un aspecto importante en esta aproximación. De la idea griega original, se pierde el recibir; de la idea romana, se pierde la buena voluntad. La benevolencia podría ser, también, recibir bien lo que hace el otro así a primera vista no pareciera conveniente para mí; es decir, recibirlo presumiendo que el otro tiene buena voluntad. No debiera, por tanto, distinguirse al hombre de buena del de mala voluntad, al menos en principio.
Los filósofos y profetas que han creído que los hombres son buenos, mantienen sus reservas. Mencio sigue la tradición de predicar las virtudes entre los cercanos; Jesús hacia el prójimo, que es lo mismo. Y después de algunas malas experiencias se distingue entre los hombres de buena y de mala voluntad.
Pero solo después de una mala experiencia individual. Cada persona debería recibir la oportunidad de que su opinión, su acto, su silencio, sean tomados como venidos de la buena voluntad. Solo después, cuando se verificara una mala intención, entraría a ser objeto de desconfianza. Solo después y solo él. Todos los demás deberían conservar intacta su presunción de buena voluntad.
El Colombiano, 9 de septiembre
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