Voy con el siguiente y último autor, Jorge Giraldo. Autor en quien he encontrado una clara manera de formular los problemas conceptuales implicados en las concepciones políticas dentro de tales contextos; en otras palabras, una clara vía para dar cuenta de los grandes retos con los que deben lidiar las preguntas qué y cuáles dentro de tales sociedades con condiciones de opresión. Ello, gracias a su inédita discusión frente al grado de responsabilidad que nos corresponde a quienes reflexionamos sobre el poder en este país y luego de tantos años de una violencia política desmedida. Discusión con la que, en general, me siento bastante cómodo; no puede ser de otra manera cuando su reclamo, “encaminado a mostrar que en Colombia no hubo una crítica de la violencia que se convirtiera en impronta de nuestra cultura política” (Giraldo, 2015, p.170), coincide con mi esfuerzo por introducir dentro de tal cultura al legado de Shklar, a la invitación para que pongamos a la crueldad en el primer lugar, a esa filosofía que apela a quienes hemos visto suficiente guerra y violencia, a quienes conocemos bien lo que es el miedo como herramienta de dominio político. Salvo por lo que leo como dos lamentables confusiones que explico de inmediato.
En aras de construir su reclamo, Giraldo (2015) establece una plausible separación entre “la hostilidad revolucionaria contra el orden vigente” (p.142) y la apuesta por la tradición democrática y liberal. Separación cuyo simple esbozo, también comparto este punto, resulta excepcional dentro de una cultura política en la que “[son sus palabras] no parece necesario demostrar […la] actitud comprensiva o benevolente o de franca simpatía con los insurgentes y su lucha armada” (pp.141-142) y que, agrego, en otros sigue despertando el accionar paramilitar. Pero que, creo, exige dos precisiones. Una, tal tradición demoliberal no puede ser confundida con aquellos regímenes en los que resulta posible establecer una presunción absoluta de la validez de todo orden normativo positivo. La otra, tampoco puede ser confundida con el abandono de la lucha en contra de la pobreza extrema. En el primer caso se pierde de vista que sin protección y estímulo para la formación del sentido individual de la injusticia no hay democracia liberal (Shklar, 2010). En el segundo caso, se olvida que cuando tal democracia aspira a funcionar de la mano de un sistema económico que establece la propiedad privada, dicho sentido de la injusticia debe incluir la falta de protección frente a los riesgos de la pobreza extrema.
Así pues, incurre Giraldo en la primera confusión una vez liga “poco aprecio por la democracia” y “relativización de la legalidad positiva” (p.152). O para decirlo desde una perspectiva inversa, una vez vincula “defensa de una normatividad alterna y superior a la ley positiva” con “hostilidad revolucionaria” (p.152). Por su parte, incurre en la segunda debido a la manera en que entiende las ideas de “legitimación indirecta” (p.167), “justificación implícita” (pp.168-169) o “aceptación infeliz” (p.170) del fanatismo revolucionario: todo aquel que incurra en alguno de los tópicos en los que esté implicada la idea de los derechos sociales, queda afiliado a tales categorías, se convierte en el objeto de su reclamo.
Bajo esta argumentación, todo queda servido para señalar que cualquier apuesta por la tesis de la pobreza extrema como opresión, está por fuera de la tradición demoliberal, queda vinculada con la hostilidad revolucionaria. No puede ser de otra manera si a los derechos sociales se les entiende como exigencias maximalistas y alejadas de todo principio de realidad; si la exigencia de garantía para sus titulares significa empeño por alcanzar un orden social plenamente satisfactorio; si, en tanto que programa político, devela el aire utópico y perfeccionista de todos aquellos dispuestos a hacer justicia “cueste lo que cueste” (la expresión es de Sen, 2010), a incurrir en esa “self-immolating fantasy” (Shklar, 1984, p.21) constitutiva del fanatismo revolucionario. En suma, todo queda servido para que cualquier predicador del evangelio libertario saque a la luz su consigna: o limitamos nuestros derechos al binomio libertad propiedad, o seguimos justificando años y años de una violencia sin sentido; seguimos enviando esas “[otra vez Giraldo] citadinas señales de humo que les dieron, a las guerrillas, la falsa impresión de que su causa contaba con un amplio respaldo” (p.170).
Puedo decir, entonces, que ninguna de las versiones disponibles de los DSH permite lidiar con el desafío impuesto por esta reflexión de Giraldo; de nuevo, desvirtuar ambas confusiones. En otras palabras, sostengo que es precisamente en los presupuestos teóricos del liberalismo de las eternas minorías donde están las herramientas para lograr un concepto de los derechos humanos que permita al mismo tiempo tomarse en serio la invitación de Giraldo y responder a las preguntas formuladas desde el antiliberalismo de autores como Santos. Y ello, mediante una serie de juicios de moralidad política que apenas alcanzo a enunciar: (i) el argumento de la igualación entre el sufrimiento generado por la crueldad física y por el sometimiento a pobreza extrema; (ii) una definición de la esfera de lo público que comprende las ideas de gobierno formal e informal y que deja abiertas las posibilidades de incluir tanto al ejercicio de la fuerza física como al poder económico [la ruptura con Pogge, con los enfoques institucionales de los derechos humanos no puede quedar más clara]; (iii) la tesis liberal sobre la injusticia acorde con la cual ella cancela la obligación política; y (iv) una concepción de la libertad entendida como ausencia de miedo (freedom from fear).
[Fragmento de su sustentación de tesis para el Doctorado en Filosofía de la Universidad de Antioquia]
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