Son malos tiempos para la razón y todo lo que está asociado con ella. National Geographic llamó guerra contra la ciencia al auge de las creencias que niegan los hallazgos científicos y las políticas públicas que afectan la investigación, las publicaciones y las humanidades (21.04.17). También son malos tiempos para los intelectuales públicos –a punto de convertirnos en adorno de periódicos– y para las ideas ilustradas y liberales. A esto último se refirió Salomón Kalmanovitz, con desazón, afirmando que “no vale la pena seguir en la brega de influir la opinión pública con argumentos basados en buena teoría y en suficientes datos” (“La seca y las pensiones”, El Espectador, 15.04.18).
La pérdida para los intelectuales individuales es notable, pero lo son más las pérdidas de las empresas ideológicas. La primera disolución está en la iglesia católica que no ha sido capaz de cohesionar a sus fieles y cuya doctrina vive arrinconada por las sectas fundamentalistas que anidan a su interior; entiéndase para Colombia, personajes como Galat y Ordóñez. La segunda está en los medios masivos de comunicación que no solo pierden influencia sino que se han cambiado de bando: ahora compiten con las redes en desinformación, sensacionalismo y ligereza. La tercera la sufre una academia ensimismada y dedicada a la especialización y la técnica. Las tres –iglesia, medios, academia– son bien vistas por una sociedad que las respeta pero no las sigue, como el delincuente con su camándula.
En su diagnóstico, Mauricio García Villegas afirma que lo racional “se ha vuelto circunstancial, esporádico y selectivo” y que “la inteligencia humana se ha concentrado en la tecnología” (“La sequía de la razón”, El Espectador, 21.04.18). Ampliando, podría decirse que hay más información que comprensión, más técnica que racionalidad, más monólogos que conversaciones, más narcisismo que solidaridad, más pantallas que contactos personales, más “me gusta” que “lo pensaré”.
Pero la principal responsabilidad no está en las empresas ideológicas, está en las élites políticas y económicas que han roto sus lazos con las élites intelectuales. Los políticos han cortado los lazos con los técnicos y prefieren la demagogia de siempre y el mercadeo de ahora. Las élites económicas conversan con las consultoras pero no escuchan a los académicos. Ambas élites se han desentendido de la historia y el pensamiento. Las ideas son fuertes cuando la producción de las élites intelectuales es importante para los gobernantes y los empresarios. Eso ha dejado de suceder en Colombia.
Subestimar a los pensadores en tiempos serenos significa tener que “que escuchar la cólera de los pueblos” en tiempos turbulentos, como dijo hace poco el presidente francés Emmanuel Macron (El País, 17.04.18). Desentenderse de las voces reflexivas hace que emerja lo que el escritor nicaragüense Sergio Ramírez llama “la conciencia ética de las calles” (El País, 25.04.18). Entonces habrá indignación, pero seguirán faltando las ideas.
El Colombiano, 29 de abril
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