lunes, 30 de octubre de 2017

Un pensar herido

Hace veinte años, mientras la sociedad colombiana emprendía la cuesta más dura de la guerra, la Universidad Eafit tomó la decisión de crear una escuela de Derecho y otra de Humanidades. Lo primero habría deleitado a Kant, lo segundo a Pico della Mirandola. A pesar de que ese paso supuso una continuación de la Ilustración y del humanismo renacentista a nadie se le ocurrió que fuese un salto atrás. Pero nadie, tampoco, creo, se apercibió de que la elección implicaba un desafío modesto a la arbitrariedad y a la crueldad de la violencia, un esfuerzo por darle espacio a lo que no fuera espanto.

Bajo cierta mirada cínica que se asoma en el siglo XXI, la confianza en la formación jurídica y humanista podría parecer, incluso, anacrónica. No en vano la visión desencantada del mundo se apuntaló sobre la idea de que las calamidades contemporáneas habían sido un fruto, quizá indeseado, aunque previsible de la modernidad. El arribo a la sociedad de masas –que diagnosticó Gustave Le Bon durante la Bella Época– contribuyó a reforzar la idea de que los seres humanos somos, bajo el cielo de acero, “puntos negros a las orillas de la suerte” (1).

Las utopías políticas modernas han muerto y el vacío está siendo copado por la fascinación tecnológica más que por la ilusión de la libertad. Las luces de la filosofía pretenden ser apagadas para que den paso a las luces técnicas cuyo emblema es el láser, nieto avanzado del neón. Ya Heidegger –no sin incongruencia personal– había descubierto los indicios de esta tendencia de la técnica hacia la autonomía. Y los operadores de ella están intentando imponer la exclusividad de la ciencia, la tecnología, la ingeniería y las matemáticas –el famoso STEM, según la lingua franca– y, con ello, que la educación deje su lugar a la instrucción.

Tras este desplazamiento hay una promesa y una renuncia. La promesa consiste en sacarnos del dominio de la suerte sometiendo todos los universos, desde el estelar hasta el genómico, a los designios de no sabemos quién. El precio implícito sería renunciar a rebelarse contra la condición de ser solo puntos negros, en una imagen satelital o en una mina de datos. En cualquier caso el cielo seguiría siendo un techo de acero sin aperturas a la duda, la fe o el asombro.

Hasta aquí tenemos un discurso correcto en líneas generales, excepto porque se presta para promover la falsa discordia –que ya criticara Saint-John Perse– entre la ciencia y la poesía (2). Además, como toda victimización, es un planteamiento poco propicio para la reflexión pues, en sentido estricto, solo hay reflexión cuando se cuestionan las premisas propias. Las humanidades no pueden presumir reflexividad si no se miran al espejo, si no se exponen frente a su reflejo ni hurgan en sus llagas.

Desde que la meditación tomó este sendero, las preguntas emergentes se tornaron sombrías: ¿se han desinteresado las humanidades por la morada del ser humano? O, incluso, “¿las humanidades pueden volverle a uno inhumano?” (3). Si el humanismo clásico olvidó lo humano y se embriagó con una abstracción a la que llamó humanidad, el humanismo posmoderno fragmentó ésta en multitud de grupos y colectivos a los que intenta otorgarles una dignidad superior a la de la persona singular. Que nuestra situación de puntos negros se afiance no se debe solo a la estadística.

Cuando la poesía se empeña a darle alma a los animales y la ciencia le inyecta razón a las máquinas, ¿en qué consiste lo irreductible de lo humano? Cuando el pensamiento debilita la sensibilidad y el arte no pasa de ser un consuelo, ¿qué podemos esperar de las humanidades? Una de las pocas certezas que podemos albergar es que las respuestas no provendrán desde el intento fordista de subyugar a la palabra y a la curiosidad.

Siempre en tono menor, el trabajo de las humanidades trascurre sin euforia y sin descanso, como el de Sísifo. Este tono inseguro se acentúa en una situación como la nuestra en la que, veinte dolorosos años después, nadie puede declararse intacto en Colombia. Ni siquiera el pensar. El nuestro es un pensar herido que aún balbucea explicaciones. Un pensar tímido y desconfiado que, sin embargo, tendrá que ser capaz de domesticar ánimos y sostener conversaciones. En medio del griterío de la plaza pública, la voz de los humanistas deberá pronunciarse; solo con ella puede justificarse nuestra labor; solo con ella puede honrarse esta tradición que comenzó con Protágoras.

30 de octubre de 2017

1. Estrofa de la canción “La frontera”, escrita e interpretada por Lhasa de Sela (1972-2010), y aparecida en el álbum The Living Road, 2004.
2. Saint-John Perse, Discurso de aceptación del Premio Nobel, 1960. Consultado en http://fs-morente.filos.ucm.es/publicaciones/recursos/sjperse.pdf
3. George Steiner, Un largo sábado, Madrid, Siruela, 2016, p. 99.

Cultura, negocio y fútbol

En medio de tantas urgencias hay que sacar el espacio para hablar de lo importante. Eso hizo el periodista y escritor Guillermo Zuluaga hace poco (“No es Peláez; el problema es el fútbol”, El Espectador, 21.10.17). Siendo Zuluaga un hombre curioso, crítico, sabedor de fútbol y autor de varios libros sobre él, carente de materialismo y apasionado, se puede deducir que es hincha del Medellín. Su columna se despacha contra el dueño y el presidente del equipo y, haciéndolo, sangra por la herida de todos nosotros que es como la del ícono del Sagrado Corazón.

Confiesa su inclinación por el romanticismo y se le nota cuando, en cierto modo, pone el fútbol ante la disyuntiva entre el potrero y el negocio. Yo no lo creo y no es solo por mi espíritu contrario al romanticismo filosófico y, sobre todo, al romanticismo político. El fútbol llegó a una fase en la que se ha mezclado de manera íntima con todos los poderes terrenales, contando a Putin, la mafia y al Papa. La Fifa y varios clubes del mundo son grandes empresas. La ilusión deportiva, a veces, me alberga dudas viendo la fragilidad comparativa de un futbolista al lado de un ciclista.

El fútbol es un hecho cultural cada vez más escindido entre la farándula y la épica. La farándula de casi todos los clubes y la épica de casi todas las selecciones. Entre la cosmética, las novias y el atletismo de Cristiano Ronaldo y el amor, la lealtad y el arte de Francesco Totti. Disneylandia frente a la República Romana. Cristiano será The Best pero no es un héroe como el Il Capitano y tampoco será campeón mundial.

Lo que pasa en el Medellín y en casi todos los equipos es que no les alcanza ni para ser negocios. Los negocios modernos son sociedades anónimas, no empresas unipersonales que portan el nombre del dueño como si se tratara de una peluquería. Los negocios modernos son de largo plazo; el tipo que compra un equipo y a los seis meses quiere recuperar la plata vendiendo los jugadores no es un buen negociante, es un agiotista. En los negocios modernos prima la división del trabajo: los dueños no hacen gerencia, los gerentes no son los ejecutores de los proyectos. Cuando el dueño le pone los empleados al gerente y le contrata los jugadores al técnico, es porque no hay racionalidad económica ni visión estratégica, solo capricho y pequeño despotismo.

Ojalá el Medellín fuera un negocio, propiedad de un club, con una junta visionaria y un gerente responsable. Cinco técnicos en un año, media nómina traspasada, el público reducido a un tercio, solo pueden dar como resultado cuatro torneos de incompetencia total, más otra campaña mísera en el fin de año. No es negocio; es incompetencia, arbitrariedad y falta de profesionalismo.

El Colombiano, 29 de octubre

lunes, 23 de octubre de 2017

Juegos casi suicidas

Una imagen cotidiana: una moto destrozada sobre la vía contraria, un automóvil con daños severos en la parte delantera, policía, ambulancia, agentes de tránsito, un hombre lanzado arena sobre el aceite regado en la vía. Alto de Las Palmas, jueves, a las siete de la mañana. Y un trayecto breve al aeropuerto muestra un puñado de casos en los que pudo suceder algo parecido. Una señora que cruza corriendo los dos carriles de la vía, un automóvil pequeño haciendo adelantos en curva, motos sobrepasando por derecha, grupos de ciclistas recreativos en racimo (sin procurar una fila).

Los datos recientes de la accidentalidad vial en Colombia muestran que 700 mil personas estuvieron involucradas en accidentes de tránsito en el 2016. Todo Bello más Copacabana o, para cambiar de geografía, el equivalente a toda la población de Pereira. El 51% de los muertos en accidentes de tránsito fueron motociclistas, el 25% peatones, 8% automovilistas, 5% ciclistas. Según Diego Laserna, la legislación nacional y la permisividad de las autoridades contribuyen a esta calamidad (“Motos: más y más peligrosas pero con descuento en el SOAT”, La silla vacía, 19.10.17). Si continúa esta tendencia pronto se convertirá en el principal problema de salud pública del país.

Tiene muchas aristas este asunto y ahora quiero especular con una probable y poco analizada. En uno de sus últimos escritos, el sociólogo francés Pierre Bourdieu (1930-2002) analizó la agresividad en las barriadas pobres de París y habló de “juegos casi suicidas”. Actividades temerarias en las que las personas ponen en juego la vida estúpidamente. Estos juegos van más allá de la búsqueda de adrenalina por parte de los jóvenes y parecen canalizar los impulsos bloqueados para hacer uso directo de la violencia física contra terceros, castigada con severidad por parte de los Estados como el francés.

Entre nosotros muchos de estos juegos casi suicidas son también casi homicidas. La mayoría de ellos están relacionados con el abuso de los automotores pero allí pueden caer también los desafíos peligrosos que circulan por redes sociales (el juego de la ballena azul, por ejemplo) y otras prácticas relativamente nuevas. Pareciera que la domesticación de la violencia mafiosa y la casi desaparición de la violencia política ejercida por grandes organizaciones estuviera cediendo el lugar a un tipo de violencia sutil, menuda, molecular –diría Enzensberger. Una violencia celebrada, expresión del machismo aunque no exclusiva de machos (pululan las mujeres en estas).

Además, se trata de una violencia que no se reduce a un segmento social como los barrios pobres o marginales. Violencia aérea, casi invisible porque parece audacia, diversión, simple imitación de los modelos de la publicidad y el cine. La baja tasa de homicidios en los barrios ricos deberíamos ajustarla con los datos que arrojan los juegos casi suicidas. Probablemente descubriríamos las capilaridades de la violencia, su microfísica.

El Colombiano, 22 de octubre

martes, 17 de octubre de 2017

La fragilidad de Medellín

Hace casi diez años advertimos, desde el Centro de Análisis Político de la Universidad Eafit, que los buenos resultados generales del desempeño de Medellín durante la primera parte de este siglo eran frágiles. Una de las razones que planteamos consistía en estimar que esos logros significaban un desatraso de la ciudad y de ninguna manera podían asumirse como si hubiéramos llegado a una situación ideal. Cuando se habla del modelo Medellín o del milagro Medellín debe entenderse de esta manera: una ciudad que salió en un tiempo relativamente breve de una situación dramática y pasó a una de relativa normalidad. También hemos estado señalando que la normalidad a la que Medellín llegó desde 2004 es una normalidad mediocre, acorde con los estándares de la mayoría de las grandes ciudades latinoamericanas pero distante, todavía, de aquellas que muestran los mejores indicadores.

Leer más en:
http://www.region.org.co/index.php/opinamos/item/252-opinion-la-fragilidad-de-medellin

lunes, 16 de octubre de 2017

Ituango, el nuevo reto de Antioquia

La gran obsesión territorial de las élites paisas durante más de una centuria fue Urabá. Tratándose de tanto tiempo los resultados son más que mediocres. Se logró administración política sobre la región, tras décadas de “epopeya” se hizo una trocha y de todo lo demás se encargaron los colonos, muchos de ellos chocoanos y cordobeses. Habrá carretera moderna –cosa que se le debe a Juan Manuel Santos– y puertos gracias a la iniciativa privada, en buena medida extranjera. Somos más flojitos de lo que creemos. Con el añadido de la desmovilización de las Farc, Urabá como meta está chuleada. Lo que sigue será el resultado de lo hecho.

El nuevo principal propósito de Antioquia debería ser el Nudo de Paramillo y los municipios que se asientan en él, principalmente Ituango. Ituango sigue siendo el “distrito mal conocido” del que hablaba Manuel Uribe Ángel pero puede ser la región de gran porvenir que avizoraba el sabio envigadeño.

Ituango concentra, como un fractal, las principales fallas del país: alta informalidad en la tenencia de la tierra (1 de cada tres predios), pobreza (81% de la población), instituciones débiles (municipio categoría 6), cultivos ilícitos (su área aledaña produce, con el Bajo Cauca, el 39% de la coca del país), incomunicación (de la cabecera a Santa Lucía son dos horas si no hay invierno), más víctimas que habitantes (44.587 registradas desde 1985), negligencia generalizada y sempiterna de las autoridades centrales y regionales.

Pero también reúne condiciones muy promisorias: el nudo es la principal estrella fluvial de Antioquia y Córdoba, y en sí mismo constituye un rico ecosistema que reúne todos los pisos térmicos y puede aprovecharse de sus conexiones con Urabá, Córdoba y Bajo Cauca. Cuenta ya con dos realidades representadas por las hidroeléctricas de Hidroituango, al occidente, y Urrá, al norte. Ahora tiene la enorme oportunidad que representa la desmovilización de los 240 guerrilleros del frente 18 de las Farc. Se acabaron las disculpas.

El hecho de que las Empresas Públicas de Medellín esté haciendo en Hidroituango una obra que equivale a todo lo que ha hecho en sus 60 años de historia demuestra la envergadura de la inversión que se está haciendo en la región y los retos que representa. También significa que Medellín no se puede sustraer de las responsabilidades sobre el futuro de esos municipios, no solo los de la zona de influencia de la represa.

Ituango será la prueba definitiva de la capacidad del Estado colombiano, y de Antioquia en particular, para integrar el territorio, construir instituciones legítimas y eficaces, generar riqueza con una perspectiva legal y sostenible, y proveer los bienes básicos a su población. Todo ello requiere, además de planes y obras, una visión de construcción de Estado y de paz, una nueva forma de ordenamiento del territorio y de relación con sus habitantes.

El Colombiano, 15 de octubre

viernes, 6 de octubre de 2017

Miseria del humanitarismo

El ascenso más reciente de los derechos humanos se produjo en la década de los noventa cuando empezó el periodo de la ilusión cosmopolita. Los derechos humanos codificaron una ética mínima con pretensiones universales. Como toda celebración, los derechos humanos se vieron pronto abocados a convertirse en “una especie de idolatría”. Esa fue la advertencia del pensador canadiense Michael Ignatieff (Los derechos humanos como política e idolatría, Paidós, 2003).

Ignatieff se dio cuenta de que la inflación de las exigencias en nombre de los derechos humanos terminaría por perjudicar ese objetivo loable y visible desde la ilustración y, a la vez, compatible con el humanismo clásico. En cierto modo, nos estaba previniendo contra el fanatismo en que podría caer una meta altruista, fanatismo bienintencionado pero que, carente de realismo, podía llevar a resultados contraproducentes. De lo que no se percató fue de que los derechos humanos podían ser arma arrojadiza que se podría usar a gusto y abandonar por conveniencia.

Los casos que ilustran este oportunismo humanitario son incontables y los más recientes, que están a la mano para demostrarlo, tienen que ver con la actitud del progresismo político respecto a Venezuela. El sociólogo portugués Boaventura de Souza Santos publicó una especie de manifiesto titulado “Por qué sigo defendiendo a la Revolución Bolivariana”. Santos se basa en dos cosas: que las mayorías en Venezuela siguen apoyando a Nicolás Maduro y que el régimen chavista disminuyó la pobreza (BBC Mundo, 14.08.17). Ambas afirmaciones son refutables desde un punto de vista empírico y cifras en mano. Pero lo que me ocupa es la discusión filosófica.

A los derechos humanos no les interesa la mayoría. Más bien al contrario, los derechos humanos tienen un rasgo contramayoritario; se postularon para proteger al individuo de la acción del Estado y a los grupos minoritarios de la voluntad de las mayorías. Por otra parte, como afirmó Hannah Arendt, los derechos políticos son los que fundan los demás derechos humanos. En plata blanca, primero es la libertad y después el hambre; primero la democracia y después la llamada justicia social.

Gran parte de los humanitaristas latinoamericanos se dedican a fustigar, muchas veces con razón, a sus regímenes por violar los derechos humanos pero defienden dictaduras como la cubana o la venezolana con el pretexto de que han acabado con el hambre o el analfabetismo. Esa es la traición que el progresismo comete hoy al guardar silencio frente a la situación venezolana o, como Gustavo Petro, cuando le mantiene su respaldo a la dictadura.

No es un problema de toda la izquierda y ni siquiera de los marxistas. Una de las pensadoras más célebres de estas dos corrientes, la húngara Agnes Heller, habla de Venezuela como dictadura y agrega que lo esencial en cualquier sociedad es que se “garanticen las libertades” (Generación, 27.08.17).

El Colombiano, 8 de octubre

lunes, 2 de octubre de 2017

Cuidados especiales para la JEP

No creo que las guerras se resuelvan con justicia. O para decirlo de una manera más tajante: justicia y paz no es más que una frase; en la resolución de las guerras se trata de justicia o paz. Por ello no es raro que el punto flojo del Acuerdo con las Farc, en mi opinión, sea el de justicia. Todo esto, dicho aquí de manera brusca, lo argumento con más delicadez y rigor en mi más reciente libro (Responsabilidad y reconciliación ante la justicia transicional, Editorial Eafit, 2017).

La Jurisdicción Especial para la Paz –JEP– es un hecho así falte la mitad de la implementación. El gobierno nacional dejó para lo último la aprobación de la ley estatutaria que regula la JEP y ahora estamos metidos en todos los enredos del mundo para sacarla adelante. Por la crisis de la justicia, la antipatía gringa, la campaña electoral y el descrédito del Presidente. Si a principios de año se hacían chambonadas, como dijo Sergio Jaramillo, no sé cómo pueda acabar este capítulo.

La otra mitad se resolvió esta semana con la publicación de los nombres de los integrantes del Tribunal Especial para la Paz y de las salas que componen la JEP. No puedo entrar en detalles ahora sobre los nombramientos. De un primer examen quedan dos cosas claras.

La primera es que el Comité de Escogencia no tuvo el cuidado de impedir el nombramiento de personas que tomaron parte activa como litigantes contra una de las partes del conflicto, especialmente de abogados y activistas que durante largo tiempo llevaron causas contra el Estado. Entre los magistrados designados hay al menos dos personas que tienen estas características y que no debieran estar allí. Este criterio fue propuesto directamente al gobierno y a los negociadores antes de que se firmara el acuerdo, y a los congresistas después.

La segunda es la precaria presencia antioqueña. No creo que tener hombres y mujeres, indios, negros y mestizos garantice nada. Pensaba sí que, después de tanta insistencia en la paz territorial, la representación regional sería tenida en cuenta por el Comité de Escogencia. De Antioquia, la región más victimizada durante el conflicto armado, solo salió una magistrada que ha hecho toda su carrera en el exterior (otra nació acá pero no más). Ninguno de esos casos le aporta al tribunal la sensibilidad que dan la historia y el contexto regional, que tan importantes son para juzgar. No es un defecto menor.

Ya antes de todo esto la legitimidad de la JEP estaba cuestionada. Y ahora estamos en manos de esos jueces. El acuerdo dice que deben juzgar pensando en la reconciliación. Pero hay que temerle a la indignación de un juez o a la tentación de convertirse en un héroe. En ambos casos, la venganza tocará a su puerta cada día.

El Colombiano, 1 de octubre