Pocos dudan de la importancia de María en el Nuevo Testamento. Tim Rice se dio el lujo de eliminarla del elenco de Jesucristo Superestrella, pero podría tener una buena explicación: en los evangelios María no tiene voz. De allí el notable vacío que supone que un personaje tan crucial en el elenco de los orígenes del cristianismo sea mudo. Ahora alguien le ha dado voz.
María recuerda algunas cosas de un periodo de su vida del que ya no quiere saber nada. Vive exilada en un caserío pequeño, protegida por sus vecinas, en una casa de la que apenas sale a buscar agua. Quiere protegerse del régimen que asesinó a su hijo, desaparecer de la vista de los instigadores del sectarismo y olvidar. Pero el desasosiego le llega de otro lado, del asedio de los discípulos de su hijo.
Su testimonio comienza con el fastidio por el acoso de dos personajes que frecuentan su casa sin ser invitados, que la hostigan como agentes investigadores y no albergan ningún sentimiento de comprensión por ella. Solo les interesa escudriñar su memoria y encontrar cualquier expresión que pueda caber en el relato que se han formado de antemano –como prejuicio o como revelación– en sus cabezas.
Esa obligación de la memoria revive en María el absurdo que convirtió al personaje común de su hijo en un ser extraño, imbuido de un espíritu de grandeza tal que se olvida de ella y la trata como un individuo más entre la masa de seguidores, de espectadores o de candidatos a la conversión. El hijo que María crió ahora es otra persona convencida de que su misión es salvar al mundo, y sus amigos un grupo fervoroso que asume la misión de convencer a todos de que aquello es cierto, y de condenar por igual a incrédulos o a seguidores de otras creencias.
En un momento culminante de sus memorias, María descubre la trama detrás del sacrificio de su hijo, la manera providencial como es entendido por sus copartidarios y el plan que tienen preparado para crear y pulir una historia creíble a los ojos del público contemporáneo y del posterior. Con fuerza e indignación María les responde –ellos son, se supone, Mateo y Juan– que “no valió la pena”. Que esa interpretación de apocalipsis, mesías y salvación es acomodaticia.
Sus mejores remembranzas están en la vida familiar, la niñez de su hijo, la compañía inolvidable de su marido y las fiestas tradicionales de la liturgia judía, rescatadas como momentos de festividad comunitaria y de alegría cotidiana. En su vejez, en su exilio, su tranquilidad está en la soledad, el silencio, el aislamiento y en el bálsamo que le proporcionan los templos griegos de dioses plurales que no prometieron ningún paraíso. (Colm Toíbin, El testamento de María, Lumen, 2014.)
El Colombiano, 15 de junio
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