Los resultados de las elecciones del domingo pasado son fallidos para la democracia colombiana en dos sentidos: respecto a lo que se espera que produzca un sistema electoral abierto y competitivo, y respecto a lo que desde una perspectiva de inclusión y cohesión podría desearse.
De la ciudadanía habituada a votar en los últimos 20 años, un 10% sobre el promedio decidió abstenerse y un 4,25% decidió votar en blanco. Esto significa que cerca de un 15% de los colombianos que acudieron regularmente a las urnas entre la segunda vuelta de 1994 y la de 2010 se sintió repelido por las condiciones y por las ofertas políticas que se hicieron durante la campaña.
De otro lado, la configuración que arrojan los resultados electorales estrechó las opciones viables de nuestro sistema político. Los tres movimientos más votados, Centro Democrático, Unidad Nacional y Partido Conservador, se mueven dentro del mismo registro ideológico, con pequeñas diferencias de matices entre ellos y con banderas claramente regresivas respecto a las que enarbolaban en 1994, por ejemplo, el Partido Liberal y el Movimiento Social Conservador.
Lo más preocupante de todo es que, si la dinámica política mantiene los rasgos centrales de los últimos cuatro años, el país se habría acabado de condenar a una polarización larvada que amenazaría los procesos de largo plazo que necesitamos para la paz y el desarrollo.
El descuido más evidente al que estamos sometidos es el de creer que un acuerdo con las Farc puede conducir a una paz sostenible sin resolver la confrontación radical entre los dos bloques clientelistas más poderosos. La evidencia internacional muestra hasta la saciedad que los acuerdos con los grupos armados requieren como premisa un acuerdo fundamental en el campo civil y democrático. En El Salvador la paz incluyó a Arena, en Irlanda del Norte a los protestantes y en Sudáfrica a los blancos.
Pero no hay que ir tan lejos. La propia experiencia colombiana indica que nuestro camino para producir periodos de estabilidad y tranquilidad ha sido el de la concertación y los acuerdos entre sectores enfrentados del espectro político. Es el caso de la Unión Republicana en 1910 cuyos efectos se reforzaron con la Concentración Nacional en 1930, en el primero alrededor de la figura de Carlos E. Restrepo y en el segundo de Enrique Olaya Herrera. Como lo fue también el de los acuerdos del Frente Nacional que tuvieron como protagonistas al ensalzado Alberto Lleras y al vituperado Laureano Gómez.
De esta manera nos encontramos con que la contienda electoral no logró superar, a través de una tercería, el conflicto corrosivo entre dos matices radicalizados. Pensando con el deseo, cabría confiar en que algunos sectores civiles en el país tomen la iniciativa para propiciar este necesario acuerdo básico o que el nuevo gobierno recapacite y lo promueva.
El Colombiano, 1 de junio.
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