¿Quién tuvo la culpa? En Itagüí fue Muñoz, en Caldas Valeria, a veces en Bello es García. Esta semana la culpable fue La Presidenta. No en Argentina, en Medellín. Y no querido lector, no crea que hemos llegado al punto de hablar de las responsabilidades personales, públicas y privadas, de los males que nos ocurren con frecuencia. No. Son nombres propios de algunas quebradas famosas del valle de Aburrá.
Pero las quebradas no tienen la culpa, ni los ríos, ni las montañas, pues no son agentes autónomos dotados de conciencia o voluntad y, por tanto, tampoco sujetos de ninguna responsabilidad. Muchas veces, la naturaleza se manifiesta expresando sus propios procesos. Pero los casos de los desbordamientos de las quebradas en nuestra región, básicamente se deben a la intervención del factor humano y a la falta de intervención del Estado.
Lo que está pasando en Colombia con los desastres urbanos –y muchos rurales– es fruto de una cadena de delegaciones, negligencias y temeridades de diferentes agentes sociales. En primer lugar –como es característico del Estado colombiano en varios ámbitos– se diagnosticó la incapacidad de las unidades de planeación de los municipios para gestionar el desarrollo urbanístico y se creó un ente privado llamado las curadurías a las que se les asignó esa responsabilidad.
En segundo lugar, teniendo las curadurías toda la potestad para otorgar licencias de construcción se les dejó sin un control efectivo por parte del Estado que permita orientar, vigilar y sancionar las actuaciones de los curadores. Por el contrario, se creó un sistema de remuneraciones (expensas) que es un contrasentido porque estimula la aprobación de licencias y, en sentido contrario, desestimula los controles y las restricciones que debe tener un proyecto de construcción.
En tercer lugar, esta vulnerabilidad institucional –que se agrava cuando hay zonas grises en los planes de ordenamiento territorial– es aprovechada temerariamente por lo negociantes de todo tipo: los dueños de terrenos dudosamente urbanizables, los gestores de proyectos urbanísticos y los comercializadores que pescan incautos vendiéndoles la “naturaleza”.
Al parecer se trata se un círculo virtuoso que suple una deficiencia del Estado, pone a funcionar el mercado con más libertad y, además, le permite enriquecerse a unos señores que son los responsables de todo lo que vemos: urbanizaciones montadas sobre quebradas, construcciones en zonas protegidas, desmantelamiento del bosque que está sobre Las Palmas, cárceles elegantes como la de Los Balsos con la Avenida El Poblado, etc.
Pero cuando llegan las tragedias –pequeña como esta semana en La Presidenta o grande como la de Alto Verde– nadie aparece. O casi nadie. Las familias y los ciudadanos que pagan el precio de la falta de escrúpulos de todos los que están detrás de su apartamento. Y el Estado –o sea, otra vez los ciudadanos– que tiene que cubrir con su presupuesto los daños ocasionados por los desastres “naturales”.
Dejemos a un lado la mitología de las sociedades primitivas. La naturaleza no tiene designios y no es un agente moral. Cada que ocurre un desastre en centro urbano hay que preguntarse seriamente cuáles son las instituciones y los agentes privados que hicieron y dejaron de hacer qué cosas para que el daño haya ocurrido. Así veremos que La Presidenta no tuvo la culpa.
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