Cuando los principales periódicos del mundo llenan sus pantallas a todo lo ancho con los titulares que les proporcionan los cables de Wikileaks, uno no sabe que hacer. Por varias razones: la primera, es que la mayoría de esos datos ya habían sido divulgados y analizados por el periodismo investigativo de revistas como Foreign Policy, por ejemplo. Cuestión de leer un poquito más que los tres renglones de twitter.
Otra, es que se trata de cosas asentadas en las opiniones públicas nacionales y occidentales, que las ha pensado cualquier paisano y ahora se recubren de prestigio porque las afirma un funcionario de embajada: que si a la Kirchner la manejaba el marido, o Zapatero no sabe dónde está parado o el temor mexicano al avance narco, o que los árabes no quieren que los iraníes tengan la bomba (cosa predecible desde hace mil años, por cualquiera que conozca algo de historia).
Sin embargo, lo que más me asusta es volver a saber en qué manos está la información del mundo. Editores y periodistas reputados que se sorprenden como niños con las cosas que ya Cicerón, Bodino y Hobbes habían dicho del poder en una sabiduría bien establecida en el pensamiento político. Se trata de puro “amateurismo”. Y a un amateur lo asalta cualquier vivo como el señor Assange.
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