La pregunta de acerca del porqué de la vigencia –tenue y espasmódica– de Miguel Hernández es básicamente íntima. ¿Por qué me gustaba Hernández en la juventud y, a veces, un poema suyo todavía me llega como los mejores? Y porqué porque está claro que se trata de un poeta menor, incluso muy menor: dentro de su generación, en la que hay gigantes como Machado (Antonio), García Lorca o Salinas; fuera de ella, ni se diga.
Aparte de una muerte trágica a manos de un régimen político de derecha, que es de las mejores recetas para cierta inmortalidad, el atractivo de Hernández puede ser su temática que pudiéramos llamar de un “bucolismo victimista”: éramos tan pobres y somos tan sufridos. Eso arrebata. Con plena legitimidad en el campo político, con ninguna en el poético.
Sobre todo está esa lírica sencilla y musical que le hace un poeta comprensible, alguien con quien se puede se puede tener una empatía inmediata. Una inmediatez tan aplastante que hace innecesario volver a leer sus poemas. Para eso están –mejorados– por Serrat y podrían estar permanentemente (si alguien los graba) por el grupo de rockeros paisas que musicalizaron una docena en presentación pública del pasado 26 de octubre en Comfenalco.
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