Hace cuatro meses, en un avión, me contó un diplomático brasilero algo que no pretendía ser un secreto de Estado sino la confidencia brotada del alma de un pueblo. Uno no puede estar cinco minutos con un brasilero sin hablar de fútbol, ni se diga cinco horas. “A Dunga lo han elegido técnico para que pierda el Mundial”, dijo.
La frase tenía el mal sabor de las teorías de la conspiración, pero enseguida quedó claro que lo que latía en el fondo no era tanto el deseo increíble de perder un torneo en el que Brasil siempre es candidato –no en vano esta selección se gana la Copa Mundo una de cada cuatro disputas. Lo que latía en esa mezcla de pronóstico, preferencia, excusa, era otra cosa. “Brasil no puede ganar en Sudáfrica, porque tiene que ganar en el 2014”, continuó.
Apenas se percata uno de que cualquier brasilero cambiaría de buena gana todos los laureles de los próximos cuatro años con tal de dar la vuelta olímpica en casa cuando termine la vigésima Copa Mundo. El deseo secreto de perder en 2010 estribaba en la ilusión de celebrar en casa y olvidar para siempre la tragedia de 1950. Si es así, se debe suponer que el 2 julio –después de la derrota ante Holanda– hubo más suspiros de tranquilidad que pena.
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