La bondad del triunfo de España en la Copa Mundo no trasciende al fútbol. La selección española lleva cuatro años fascinando, como fascinan el Barcelona, sus jugadores y su técnico. Y su atractivo en Sudáfrica residió en la estructura del juego, la limpieza, la frescura y la habilidad. En la gloria se mostraron humildes, espontáneos y festivos como muchachos, lo que les ganó más simpatía.
En un arranque de fervor, Jorge Barraza afirmó que la grandeza de los países se manifiesta en los triunfos futbolísticos. Una tontería que ya Isaiah Berlin había desmontado: en medio de las peores circunstancias florecen el arte y el talento. España lo ha demostrado. Su equipo gana la Copa en un contexto de crisis económica y pesimismo. Con un empresariado ahogado por la corrupción y una clase política torpe, dedicada a convertir al país en una república bananera.
En este contexto, la selección de fútbol es más un ideal que un reflejo. Una muestra de cooperación, afecto, cordialidad, planeación, seriedad. Todo lo contrario de lo que exhibe el mundo político español, carente de líderes y náufrago en un mar de babosadas. 200 años después hemos vuelto a ser españolistas, pero en fútbol, no en política.
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