Para las generaciones que vimos jugar a Pelé, Cruyf y Beckembauer; incluso a Bochini, Falcao y Platini, siempre resultó incomprensible el encumbramiento futbolístico de Maradona. Una puesta en su lugar no impide comprender el amor que le tienen los argentinos; al fin y al cabo es mejor tener una Copa Mundo de cuenta del Pelusa que debérsela al dictador Videla.
Con el paso del tiempo y mientras Maradona hacía todo lo posible para convertirse en un outsider antipático, el mito fue creciendo gracias a la fuerza argentina en los canales de deportes por cable y al majaderismo criollo. En el colmo, se creó una iglesia y medios serios le hicieron eco a la consigna de que Diego era dios.
Todos los que saben algo de fútbol, pronosticaron la caída de Maradona desde que Julio Grondona –el capo de la Afa– lo nombró técnico. En pleno Mundial algunos se arrepintieron creyendo que el caos argentino era pura creatividad y que tener una divinidad en el banco haría correr a una defensa lenta y torpe y le haría llegar balones a unos buenos delanteros.
Cuando llegaron los alemanes –que no son charlatanes– la farsa quedó a la vista y Maradona pasó su meteórica carrera de dios, técnico, amuleto y mascota para terminar como porrista de un equipo de malos perdedores.
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