Se comprende con facilidad la relación que existe entre la presencia insoslayable de factores de miedo en el mundo contemporáneo y la necesidad acuciante de seguridad. Aquellos factores de miedo como las guerras, el poderío no occidental, la crisis económica, el deterioro del ambiente, los asteroides errantes que nos golpearán, el espectáculo cotidiano de la maldad, se han acentuado por la incertidumbre que signa los últimos años.
En consecuencia los discursos sobre la seguridad se han incrementado, incluso abusivamente. Naciones Unidas ha pretendido reunir todos los beneficios deseables bajo la rúbrica de la seguridad. En 1994 empezó a hablar de “seguridad humana” para referirse a empleo e ingresos (seguridad económica), nutrición (seguridad alimentaria), salud (seguridad en la salud), ambiente (seguridad ambiental), derechos individuales (seguridad personal), derechos colectivos (seguridad de la comunidad), seguridad propiamente dicha (seguridad política). Es decir, todo lo que otros tiempos y enfoques se reunía bajo grandes palabras como paz, progreso, justicia, socialismo o democracia.
Esta tendencia a convertir todo en una faceta de la seguridad, amén de absurda, puede tornarse peligrosa. El mismo organismo de Naciones Unidas que pergeñó tan rimbombante teoría postuló como programa de la comunidad internacional la liberación del miedo. Se reproducen así buena parte de los sueños modernos de vivir una vida personal y política en la que ni el temor, ni la incertidumbre, ni el riego existan. La casa, el país y el mundo como un inmenso invernadero libre de amenazas en un extremo de la pequeña galaxia en que vivimos.
Mientras no entendamos que los mundos perfectos y totalmente seguros no existen sino en los cuentos de hadas, los perfeccionistas seguirán estimulando las ansias de control de los autoritarios.
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