Murió esta semana en Bogotá Saúl Álvarez, fundador y dueño de Musiteca, dispensador de consuelo para buena parte de los melómanos bogotanos y algunos otros que vivimos más lejos de las estrellas pero más cerca del corazón de la tierra. Conocí a Saúl hace 28 años en su pequeña caseta de latas azules cuando la Calle 19 se había convertido en un desafío a la tiranía de las tiendas de discos que no nos vendían lo que buscábamos sino lo que les daba la gana.
La última vez que hablé con él fue el martes 10 de marzo separando un pedido que incluía Fleet Foxes, Antony and the Johnsons y TV on the Radio. Se apresuró a adelantarme que estaba por llegarle una remesa y a contarme que el Liverpool ya le iba ganando al Real Madrid por la Champions. Musiteca dejó los andenes para que Bogotá se viera más bonita y más muerta y se trasladó a un centro comercial unos metros más abajo. Fútbol o tenis se veían en un televisor sin volumen mientras sonaban las novedades musicales por los altavoces y uno se tomaba un café con Saúl y sus hermanos hablando de conciertos y alardeando de los espectáculos recién vistos o por ver.
En Medellín el equivalente era Carlos Aguilar, muerto hace 12 años, quien nunca fue propietario, que yo sepa, pero sí el carismático vendedor de algunas de las tiendas más emblemáticas en la ciudad para los amantes del rock. La responsabilidad de buena parte de mi discoteca está repartida entre ambos; las fuentes de la otra parte restante pertenecen a otra historia.
Recuerdo a Aguilar en este momento porque estamos en los tiempos del fin de los disqueros. El disquero es a la música como el librero a la literatura. El disquero conoce los discos, los artistas, las canciones, las anécdotas, pero lo más importante es que conoce el alma de cada melómano. El disquero es una mezcla de confesor y consejero espiritual. Cuando Aguilar o Álvarez lo veían a uno llegando a sus templos empezaban a desplegar sobre las vitrinas lo que uno necesitaba, incluyendo los dislates habituales, y también lo que no iba a buscar.
El disquero es, además, un evangelista que nos muestra donde están los nuevos santos. Usted no conoce esto, me dijo Saúl una vez en 1985 para venderme la antología que Asylum había publicado de Tom Waits. Lo mismo que hizo diez años después Carlos con Jeff Buckley. Todo aquel que entienda que un disco es un objeto cultural tan venerable como un libro, que no es lo mismo una canción en el éter que en un vinilo, ni una obra reproducida en un cedé que en un ipod, entenderá lo que significa el duelo por la muerte del disquero.
1 comentario:
El último disco que le compré a Carlos Aguilar fue el A Brief History of The Twentieth Century de Gang of Four.
A él también le debo gran parte de mi "adicción", jajaja.
Publicar un comentario