Al cabo de tres borradores con temas diferentes para esta columna cambié de tercio pues creí urgente tomar la palabra respecto de las inocultables manifestaciones de odio que se están volviendo comunes en la sociedad de Medellín. (Quiero insistir en esto: no se ven estas cosas en el campo ni en el pueblo en el que habito.) Claro, ya había escrito algo al respecto a fines del año pasado (“Sobra el odio”, El Colombiano, 20.12.21) tratando de apoyarme en el supuesto espíritu navideño y en un tono teórico.
Después de eso la campaña electoral entró en su curva ascendente y con la paranoia que cundió en el país —pero, sobre todo en Antioquia— el insulto, la agresión, no hablemos de la mentira, se tornaron fáciles y cotidianas sin consideración de nivel educativo o estrato social. Esto me consterna como ser humano y como colombiano y antioqueño. El 12 de julio un pequeño grupo, relativamente organizado, se plantó en Plaza Mayor a gritarle improperios al senador Roy Barreras. Un grupo con antecedentes de intolerancia social en la ciudad (“Grupo de derecha protestó por encuentro del Pacto Histórico en Medellín”, El Colombiano, 13.07.22). El 19 de junio, en el puesto de votación del Inem José Félix de Restrepo, Sergio Fajardo fue recibido en medio de improperios, lo cuales aumentaron de tono cuando mostró su voto en blanco. “Vende patria” fue uno de los insultos que registró la prensa (“Tibio y fuera: los abucheos contra Fajardo por mostrar su voto en blanco”, El Colombiano, 19.06.22). En esa ocasión, se trató de un acto espontáneo de un grupo de personas de estratos altos y, supuestamente, buen nivel educativo (lo sé porque voto en el mismo sitio).
No vi reproches públicos a estas conductas y tampoco solidaridades notables con los afectados (esperaba señales de aprecio por Fajardo). Pero el silencio, la inacción, cuando no la condescendencia, con la que los opinadores públicos han tratado este fenómeno me avergüenza.
Este deterioro del comportamiento cívico no se limita a la política. El declive de la cultura ciudadana en Medellín es notorio y está registrado por las encuestas de percepción que publica Medellín cómo vamos. Cotidianamente vemos el comportamiento de los conductores en las vías del Valle de Aburrá o los atentados contra personas diversas (otras preferencias desde sexuales hasta futbolísticas). Podría decir, con el sociólogo Robert Nisbet, que “existe un sentimiento ampliamente expresado de degradación de los valores y corrupción de la cultura” (Twilight of Authority). La literatura académica nos dice que existe una relación directa entre el mal comportamiento ciudadano y la ilegitimidad de las autoridades públicas, lo mismo que con la desorientación de las élites económicas, sociales e intelectuales.
No se debe guardar silencio ante este tipo de actitudes pues ellas representan un factor potencial de alteración de nuestro orden social, ya de por sí débil. La historia reciente muestra que pequeños grupos activos y fanáticos ayudan a incubar ciclos violentos.
El Colombiano, 17 de julio
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