La idea de que la pertenencia a un grupo humano que articula tradición, territorio, idiosincrasia, es una premisa de cualquier sociabilidad y de cualquier concepción de sociedad es una banalidad superior, como diría algún pensador. Otra banalidad es la que señala que siempre existe —y en algunos momentos se exaspera— una tensión entre la estabilidad y el cambio en el seno de la sociedad. En Antioquia esta tensión se expresa en el hecho de que tuvimos una modernización conservadora, cuyos desajustes salen a la superficie en crisis como la que vivimos actualmente.
La crítica necesaria a los percances del proceso modernizador se ha teñido a veces de cierto encarnizamiento, equivocado a mi modo de ver, contra la idea de que es necesario un proyecto regional. “La identidad es muy importante en los procesos sociales y políticos”, dijo alguna vez María Teresa Uribe (La hija de Andrómeda, p. 165). Los ataques indiscriminados contra el regionalismo son simplemente un delirio sin fondo, usado, sobre todo por algunos escritores aficionados al escándalo. ¿Son el individualismo o el cosmopolitismo alternativas viables y fecundas al sentido comunitario? No lo creo; que deban ser complementos es otra cosa.
Si algo demostró el reciente proceso globalizador que agoniza, fue la vitalidad e importancia de los procesos y las identidades regionales que condujo, incluso, a que se acuñara un neologismo: glocal. Global y local al mismo tiempo, no como la oposición que algunos perciben superficialmente sino como dos polos necesarios de una misma relación. Se sostuvo, y sigue siendo cierto, que la mejor manera de acomodarse en el mundo es desde el lugar propio. La relación más fructífera con el mundo es la que se construye a partir de lo que el intelectual chileno Norbert Lechner llamaba un “nosotros compartido”. De la misma manera —y en todo caso es la trayectoria colombiana— las naciones se construyen desde las regiones.
Ahora bien, lo que María Teresa Uribe llamó el “ethos sociocultural” no vive solo del cuento, ni de la consigna, ni del folklor. El mundo social es de representaciones, imaginarios y simbolismos, pero, también, de materia; la materia que constituyen las instituciones públicas, las organizaciones privadas y sociales, los medios de comunicación, las empresas, los grupos políticos, las reglas de conducta, la riqueza, la educación y la salud de sus miembros. Ese entramado de instituciones y cultura se proyecta hacia afuera como poder. Una comunidad, una región, un país, configura un determinado grado de poder, político, material o simbólico. Cuando esos poderes menguan, decrece el peso de la presencia de los miembros del grupo social, sean ellos colectivos o individuales.
Este largo preámbulo está dirigido a plantear la pregunta acerca de qué tanto se puede afectar el peso antioqueño en el panorama nacional como consecuencia de la actual crisis que vivimos; la capacidad negociadora como región, el respaldo a los proyectos que surgen acá. Tampoco sé que tanto interese a nuestros dirigentes.
El Colombiano, 13 de febrero
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