El tres de febrero de 2020 el mundo occidental se conmovió con la noticia de un avión que dio vueltas y vueltas sobre el cielo de Madrid. Todos los portales y las redes sociales estuvieron colmados durante nueve horas con la alarma inane de un avión que tenía que dilapidar su tanque de combustible antes de aterrizar. Todas las vidas, las alegrías y las penurias, los crujidos del desajuste general, todos estuvieron sepultados por la presencia de ese artefacto metálico que merodeaba una pequeña península de aquella península que presume de ser un continente. Los acomodos tras la amputación de Europa, miles de desplazados de Idlib por la guerra en Siria, Washington juzgando a un tirano, cien millones de chinos confinados por una pandemia, se ocultaron tras un espectáculo aéreo madrileño. Madrid, una megalópolis de siete millones, puede encubrir un evento natural, sin sobresaltos, ocurrido en las cercanías campestres de un pequeño poblado inglés. Poco más de un siglo de familiaridad con los aviones no ha bastado para aclimatar el éxtasis humano con los mecanos voladores, maravilla y terror, —grifos asirios, nazgûl alados de Tolkien, Luftwaffe, black hawk contrainsurgentes, aviones civiles que derriban torres, que son derribados por misiles, que se rompen en el aire o en las pistas—. Carece de interés que un viejo muera en cualquier suburbio de la esfera azul, pero debiera interesarnos si ese viejo fuera casi el último erudito y uno de los últimos sabios del poniente. George Steiner descansa del mundo en medio de una algarabía trivial destinada al olvido. Se muere solo, siempre. Steiner vivió solo, fuera de reflectores, a veces como escritor sin firma. Lo imagino como el árbol en medio del lago que sentencia el Da Guo. Aquel que irritaba a los sabihondos por pasar, “en el mismo párrafo, de Pitágoras, a Aristóteles y Dante, a Nietzsche y Tolstoi”; quien redujo a los académicos a la condición de intermediarios; el judío que se oponía al sionismo; el hijo de las precoces víctimas del nazismo que ensalzó a Heidegger —el rector nazi—; quien sospechó de la falta de humanismo de los humanistas; el académico que gastó media vida escribiendo en medios que no le darían un punto en Colciencias; el defensor de los derechos femeninos que no reconocía un genio entre las mujeres; el admirador de Marx y Freud, crítico del marxismo y el psicoanálisis; el humanista que no creía que las humanidades humanizaran naturalmente. Un árbol en medio de un lago, raíces con cinco siglos de antigüedad; un árbol en medio de un lago, más bien de un pantano. Se me dirá: siempre fue así; sí, solo que ahora es más evidente y menos soportable. Steiner, treinta y cinco obras que importaron menos que las treinta y cinco vueltas de un avión sobre Chinchón y Tarancón. Este mundo nuestro.
El Colombiano, 9 de febrero
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