Hace 100 años —alrededor de 110 para ser menos imprecisos— se celebró en Colombia y América Hispana el centenario de la Independencia. El ambiente emocional en todo el continente estaba cargado de regocijo, optimismo y fe en el futuro. Los habitantes de algunos países tenían un doble motivo; los mexicanos, por ejemplo, celebraban también el fin del régimen de Porfirio Díaz (1830-1915); los colombianos, consolidábamos con cierto éxito la paz después de la Guerra de los Mil Días y hacíamos una reforma significativa a la constitución de 1886. Sin giros tan profundos, los demás países vivían un momento de luz. Borges recuerda la felicidad de los argentinos durante las celebraciones del centenario.
En el centenario del centenario los hispanoamericanos oscilamos entre la perplejidad, el pesimismo y la escisión, cargada de rabias, de nuestras sociedades. La sobrecarga del instante, la captura por el presente, han hecho de estas efemérides —la del 10 y la del 19— fechas pálidas, despojadas de rituales y, aún menos, de reflexiones de amplio alcance. Nos hemos limitado a estrechas franjas del ámbito intelectual. La sociedad política le ha dado la espalda al Bicentenario. Peor aún, las autoridades del estado, en cualquier nivel, están pasando por estas fechas de modo protocolario y vacío. (En Medellín, la feria de las flores no dará un minuto a banalidades como la historia patria.)
El estado espiritual corriente del ciudadano medio es comprensible, pero no es nada peor que el de hace cien años. El grado de civilización en el continente es mucho mejor, hay más libertades, democracia y progreso material. Pero el ciudadano medio no es el responsable de proponer la pregunta por la trayectoria de la construcción nacional, ni de tomar la iniciativa para señalar sus peculiaridades y fallas, ni de abrir el debate sobre las características de nuestro destino, que tendrá que ser compartido o no será. Esa es una responsabilidad de las élites políticas, económicas e intelectuales.
2019 entra a la recta final sin que Bicentenario haya dejado de ser una palabra para adornar los discursos burocráticos, palabra que permitirá contextualizar los viejos lugares y las fórmulas de consuelo habituales en la retórica pública. Todo esto no significa que gran parte de la dirigencia ha renunciado a hacerse cargo del pasado, que es la única manera entender y enfrentar el presente. Capotear, sobreaguar, el presente es una cosa muy distinta a dirigir un país o una sociedad.
Hace cien años, Colombia estaba consolidando su paz más estable y duradera —para usar una expresión reciente. Los sectores menos radicales de los dos partidos tradicionales hallaron una fórmula conciliatoria. Más allá de los acuerdos de paz, hubo entendimientos durante la administración de Rafael Reyes y se hicieron cambios en el régimen político. Las mayorías no querían volver al pasado fratricida. Del centenario se puede aprender.
El Colombiano, 4 de agosto
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