martes, 26 de marzo de 2019

Opiniones frente al progreso

La Intelligence Unit de The Economist —la longeva revista inglesa— publicó el informe titulado “Priorities of Progress” que recoge y analiza la información de 50 países de todo el mundo sobre la percepción ciudadana en asuntos de progreso social. Sin dudas, por población y economía, son los 50 países más importantes del mundo y entre ellos está Colombia. El informe se apoya en encuestas y consultas a expertos.

El estudio da cuenta de la inconformidad mundial con el estado de cosas actual. Solo el 29% de los encuestados está contento con el funcionamiento de su sociedad y la gente tiene enormes dudas sobre la mejoría de la situación (34% cree que sucederá y otro 34% no la ve a la vista). El mayor pesimismo está en los países europeos y americanos; Colombia aparece con una mayoría pesimista del 55%. En tanto, los países más optimistas son los asiáticos, entre quienes se destacan los chinos. Los más jóvenes —los llamados milénicos— son los más optimistas (68%), seguidos por la generación precedente, la X, con un 55%. Tiene todo el sentido que los líderes actuales pertenezcan a estas generaciones: el liderazgo necesita un buen espíritu para encarar los problemas.

Gran parte de los agravios de la gente (34%) apuntan a la escasez de oportunidades económicas. Solo los nigerianos, peruanos, italianos y rusos están más descontentos que los colombianos (66%). Y esta es una noticia muy mala para el país teniendo en cuenta el mediocre desempeño de nuestra economía que detiene el bienestar social. Además, en América es más notoria la insatisfacción con los servicios de salud.

Mientras a nivel mundial se piden más inversiones en salud y protección social, en América el énfasis está en educación y seguridad. Colombia es una excepción, acá se consideran como prioridades nacionales la educación y la protección del ambiente (para la vida personal sí se da prelación a seguridad y educación). El país donde la gente le otorga más prioridad al medio ambiente es Colombia (64%), seguido por Vietnam.

Cuando se comparan las prioridades ciudadanas y el gasto efectivo del Estado, se encuentra con que Colombia es el cuarto país peor situado. Esto quiere decir que el gobierno es poco sensible a las demandas ciudadanas. Este es el indicador más preocupante porque demuestra una disociación entre la gestión del Estado y las preocupaciones de la gente, situación que afecta la legitimidad del régimen político, perturban el orden social y alientan a extremistas.

La gran oportunidad para el país está en alinear la fuerte conciencia ciudadana en cuanto a la importancia de la educación y el cuidado del ambiente con las políticas públicas de mediano y largo plazo. Queda claro que los temas ambientales no deben soslayarse ni subordinarse ante dilemas como los que generan la minería, el trasporte urbano y la construcción.

El Colombiano, 24 de marzo

jueves, 21 de marzo de 2019

El uribismo: un populismo peligroso

El uribismo: un populismo peligroso

El uribismo es populista - y aquí se explica por qué-. ¿Pero qué tiene que ver eso con las seis objeciones de Duque a la ley estatutaria de la JEP?*

Jorge Giraldo Ramírez**
Razón Pública, 21 de marzo

¿Por qué es populista el uribismo?

La confusión conceptual en torno a la palabra ‘populismo’ no debe impedir que la usemos para interpretar las realidades políticas.

Con el propósito de aclarar esta categoría resbaladiza y examinar la historia del populismo en Colombia, el año pasado publiqué el libro “Populistas a la colombiana” donde, entre otras cosas, rebato la idea de que aquí no tenemos tradición populista y sostengo que el uribismo –tal como lo conocemos desde 2002– es un ejemplo prístino del populismo contemporáneo.

Como expongo en mi libro, algunos de los rasgos que permiten identificar los movimientos populistas son:
1. La representación personal y emocional del pueblo en una personalidad fuerte y carismática;
2. El entendimiento del gobierno como un ejercicio de las mayorías que no debe tener consideraciones con las minorías políticas, con los grupos contra-mayoritarios ni con los derechos individuales;
3. La construcción de una opinión emotiva, inmediata y colectiva;
4. La necesidad de movilización institucional, extrainstitucional, virtual y real;
5. El afán de decidir rápidamente, lo que generalmente conlleva a atajos que adulteran los procesos deliberativos, los controles institucionales y la búsqueda de transacciones;
6. El uso del recurso del clientelismo a gran escala para distribuir bienes simbólicos y materiales.

Por curiosidad, hace poco decidí someter las posiciones de Álvaro Uribe a la prueba que crearon cuatro profesores europeos para ubicar las posiciones políticas en los planos izquierda/derecha y populismo/no populismo. La prueba la divulgó el diario británico The Guardian en noviembre del año pasado y todavía es posible hacerla en línea.

Como muestra el siguiente gráfico, el resultado situó a Uribe en un punto adyacente al político británico Neil Farage, conocido por fundar el partido nacionalista UKIP y por su figuración destacada en el movimiento que impulsó el Brexit. Mi colaboradora, la politóloga María Paulina Gómez, hizo el mismo ejercicio y el resultado fue bastante similar, pues ubicó a Uribe al lado de Viktor Orbán, el primer ministro de Hungría, conocido por defender la pena de muerte y endurecer las políticas migratorias de su país para evitar la llegada de refugiados sirios.


Las angustias del populismo uribista
Actualmente el uribismo enfrenta varias presiones que desconocía hasta ahora, pero que son propias de los proyectos populistas.

La primera de esas presiones es el carácter perecedero de este tipo de experimentos: resulta que la euforia cotidiana y la movilización permanente son muy difíciles de sostener en el tiempo y por eso, al cabo de unos años (diez es el número mágico en América Latina), los regímenes populistas caen o se convierten en dictaduras típicas.

En 2009 Uribe resistió –con muchas vacilaciones– la tentación de un tercer mandato, pero al hacerlo se encontró con el segundo problema consustancial al populismo: hacer populismo en cuerpo ajeno es muy difícil, sino imposible. Prueba de ello es el fracaso de las parejas latinoamericanas Correa/Moreno, Chávez/Maduro, Uribe/Santos.

Actualmente Colombia atraviesa ese drama con el presidente Duque, quien sin carrera ni reconocimiento políticos, llegó al poder gracias a Uribe. La gran paradoja que enfrenta el uribismo es que sin una persona como Iván Duque no habría podido ganar, pero con una persona como Duque no podrá atornillarse en el poder -a menos de que aparezca otro “articulito” y un puente como el que Héctor Cámpora le hizo a Juan Domingo Perón, en la Argentina de 1973-.

Como afirma Norbert Elias en La sociedad cortesana, “el poder carismático es una crisis del poder”, por lo que pocas veces el populismo logra sedimentarse en la rutina legal y administrativa, y cada vez que lo intenta, corre el riesgo de perecer. En ese sentido, no resulta extraño que el Centro Democrático declarara que no se iba a comportar como bancada del Gobierno en el congreso, y que tan solo seis meses después de ganar las elecciones, empezara a buscar candidato presidencial para 2022. No recuerdo ningún otro caso en la historia colombiana contemporánea cuando el partido de gobierno llegara al Congreso con propuestas diferentes de las del jefe del poder ejecutivo.

Salvar el movimiento, poner en crisis al país
Por otra parte, la naturaleza heterogénea y gaseosa de los movimientos populistas hace que su unidad dependa de un factor adicional a la personalidad del jefe carismático: su concentración en la lucha política.

Las diferencias y luchas intestinas no se resuelven porque el jefe lo diga, sino que deben esconderse o contenerse en medio de la disputa con otras fuerzas políticas y con la permanente actualización de quién es el enemigo.

Si, como creo, esta conclusión teórica sobre la naturaleza de los movimientos carismáticos es cierta, tanto Iván Duque como Colombia enfrentarán graves problemas.

Duque representa una pieza más en la disputa interna del uribismo, es decir, el enfrentamiento entre el uribismo “purasangre” –ideológico, radical, antipolítico– y el uribismo de los políticos tradicionales –profesional, moderado, transaccional–.

Uribe sabía que no podía ganar las elecciones con alguno de los purasangres y no confiaba en nadie del segundo, pues dentro de este grupo abundan personajes que, como Santos, tienen el capital relacional y simbólico necesario para independizarse del líder, o aún peor, para “traicionarlo”.
Por eso el líder del uribismo se decidió por Duque, para quien la Presidencia entraña un dilema difícil de resolver, pues debe evitar ser percibido como un títere por la opinión pública, pero al mismo tiempo, debe demostrarle lealtad a su mentor político.

Como el populismo no permite que nadie condicione o limite la decisión del jefe –porque supuestamente encarna la voluntad política del pueblo–, Duque se vio obligado a objetar la Ley Estatutaria de la Jurisdicción Especial para la Paz, lo cual no solo significó un desconocimiento absoluto de la Corte Constitucional como órgano de cierre, sino que abrió un frente de lucha en el Congreso.

Sin lugar a dudas, el Presidente de la República tomó esa decisión para satisfacer a su partido político, restablecer su unidad interna y congraciarse con el jefe, pero al hacerlo abrió pasó a la polarización que tanto esquivó con el silencio y las buenas maneras durante los primeros siete meses de su mandato, remarcando así la línea divisora entre los partidarios de la paz negociada –la única realista– y los defensores de la paz justiciera –imposible, especialmente porque solo busca justicia para un lado–.

Probablemente el ataque al acuerdo de paz representará una galvanización para el uribismo, el cual –como todos los populismos– necesita enemigos, trifulcas y adrenalina. Pero también será un golpe para la estabilidad política del país y, aún más, para la legitimidad del régimen político.

Por inverosímil que parezca, el uribismo es una minoría, la minoría más grande en un país sin mayorías: es minoría en el Congreso y también en la opinión. Si ganó las elecciones no fue por mérito propio, sino porque el país le tuvo más miedo al populismo petrista que al uribista y porque al centro político de Fajardo le faltaron unos centavos para llegar a la segunda vuelta.

Lo cierto es que el pasado 10 de marzo Duque retomó la senda de la desinstitucionalización e hizo que volvieran a sonar los tambores de un conflicto político agrio. Vendrán tres años de desgaste, mil luchas moleculares en octubre y un enfrentamiento duro, muy duro, en 2022.

miércoles, 20 de marzo de 2019

Colombia, así en la guerra como en la paz: Iván Garzón

País de paces

Por Iván Garzón Vallejo

El Espectador, 16.03.19

El Bicentenario de la Independencia nos invita a hacer balances históricos. Y no cabe duda de que Colombia es un país marcado por la guerra. Ese trágico destino ha sido también el terreno sobre el cual se ha desarrollado una larga tradición de negociaciones políticas con los grupos armados (10 desde 1990). Que el país ha hecho la guerra tanto como la paz es la idea principal del ensayo “Colombia. Así en la guerra como en la paz”, de Jorge Giraldo Ramírez (La Huerta Grande), quien lleva décadas estudiando las transformaciones contemporáneas de la guerra civil y de nuestro conflicto armado.

La firma de la paz entre el gobierno Santos y las Farc en 2016 fue, como otras paces, un punto de llegada de una porción significativa de la violencia insurgente. Hoy, dicha firma contrasta con la amenaza para el Estado y la sociedad que siguen representando las bandas criminales recicladas de las otrora organizaciones reinsertadas, así como el Eln, un grupúsculo de insurgentes cuyo bautismo a sangre y fuego en los años sesenta llevó el signo de una fe revolucionaria predicada por el cura Camilo Torres y los cristianos socialistas, y que cinco décadas después deja una estela de terrorismo urbano y atentados contra la infraestructura petrolera y el medio ambiente reivindicados desde Cuba y Venezuela como actos de legítima defensa en el marco del derecho de guerra.

Así las cosas, Colombia sigue siendo un caso excepcional: un país con las instituciones democráticas más antiguas y estables del continente y una tradición civilista que la inmunizó contra golpes de Estado y dictaduras. Pero que, al mismo tiempo, ha padecido una guerra multifronte, cruel, degradada, que ha pervivido gracias al voluntarismo guerrerista de unos insurgentes anacrónicos y desconectados del contexto regional y global, a un clima de opinión que ha oscilado entre el rechazo valeroso de la ciudadanía y sus centenares de sacrificados con un sector de la intelectualidad y las empresas ideológicas que han reproducido incautamente mitos y lugares comunes sobre la misma. Que la guerra es perpetua —lo que desconoce que hemos tenido más períodos de paz que de guerras—, que la guerra es dual —lo cual omite que no ha sido sólo una guerra entre el Estado y la insurgencia, sino entre varios actores— y que los guerrilleros altruistas se alzan en armas para buscar un país mejor, algo insostenible cuando los medios de tal idealismo se entrecruzan con secuestros, narcotráfico y carros bomba.

Las paces en Colombia han sido parciales, consentidas, polémicas e inestables. Y ahora, una paz con el Eln luce improbable. En cualquier caso, han sido difíciles, complejas y fueron el telón de fondo de la política nacional en las últimas cuatro décadas. Y siempre, las paces tuvieron como denominador común una asertiva lectura de los actores estatales y armados del momento político. Unos y otros entendieron que era la hora de silenciar los fusiles, empeñaron su voluntad en ello durante el proceso y mantuvieron sus compromisos en el futuro.

lunes, 18 de marzo de 2019

Bienvenidos al pasado

El presidente Iván Duque cometió varios errores el domingo pasado, no se sabe cuál de todos más peligroso para el país. Primero, desconoció la competencia de la Corte Constitucional al presentar objeciones jurídicas a la Ley Estatutaria sobre la Jurisdicción Especial de Paz. Segundo, dio el paso de atacar el acuerdo de paz con las Farc en el único punto que permanecía incólume, porque los demás fueron incumplidos por el propio Juan Manuel Santos (tierras, circunscripciones especiales y cultivos ilícitos). Tercero, porque se olvidó de que él, Duque, es el Jefe del Estado, representante de todos los colombianos y no solo del Centro Democrático. Cuarto, porque convirtió los 41 meses que le quedan de gobierno en una pista jabonosa, entorpeciendo su propia gestión y poniendo al país entero en una situación de conflicto entre los poderes constituidos, incertidumbre jurídica y polarización política.

Esos errores van, además, en contravía de las promesas que realizó —no como candidato, cuando todo el mundo dice hasta misa— sino como presidente electo el día de la posesión: que no haría trizas el acuerdo, es decir, que lo asumía como un compromiso del Estado colombiano y que buscaría un acuerdo nacional para dejar atrás los procesos divisivos que están corroyendo al país político y a la sociedad colombiana. Duque echó por la borda sus buenas intenciones. El paso que dio el domingo lo titula como un presidente faccioso, que prefirió congraciarse con sus copartidarios más radicales antes que respetar el juramento que hizo el 7 de agosto sobre el texto de la Constitución Política. Se enfrentará a la corte y al congreso, ya está polemizando con Naciones Unidas, agravió a los países que sirvieron de garantes del proceso de paz y proyectará una imagen del régimen político colombiano rayana en la arbitrariedad.

Iván Duque decidió ignorar el compás de espera que le dio la oposición política y el beneficio de la duda que le otorgaron muchos observadores de la política, internos y externos. El domingo pasado olvidó sus preferencias por la economía naranja, el discurso sobre el desarrollo que aprendió en su empleo más significativo (como funcionario del BID) y las invocaciones públicas a su padre, todas mirando hacia adelante. En su discurso del 7 agosto, Duque estaba pensando en el futuro. El discurso del 10 de marzo puso al país a discutir sobre el pasado. Jurídicamente, nos retrotrae a debates que se dieron y se resolvieron en el país en el 2012 y el 2017. Políticamente, nos devuelve a la campaña opaca y ponzoñosa que se dio alrededor del plebiscito del 2 de octubre del 2016. Militarmente, nos devuelve a la “guerra a muerte” de 1813 y borra de un plumazo nuestra histórica tradición de negociaciones que juntó a Laureano Gómez y Alberto Lleras, a Carlos Pizarro y Virgilio Barco.

Bienvenidos al pasado.

El Colombiano, 17 de marzo.

lunes, 11 de marzo de 2019

País crocs

El proceso administrativo de la Superintendencia de Sociedades por el supuesto plagio de una marca extranjera me llevó a pensar en la forma en como una visión esquemática y simple de la sociedad colombiana puede reproducirse hasta en los zapatos. Del ruido generado quedaron claras varias cosas. La primera es que hay tres tipos de crocs: los del —digamos— 5% de los colombianos que pagan entre 80 y 200 mil pesos por un par de zuecos gringos; los del 45% que se pueden pagar los 40 o 50 mil pesos que cuestan las sandalias que hacen en Cali; los del otro 50% de compatriotas que por 10 o, máximo, 15 mil se compran sus arrastraderas — como les decíamos antiguamente— hechas en el Extremo Oriente. Las palabras importan; los que pagan 200 mil nunca les dirán arrastraderas a sus prendas.

La segunda cosa que quedó clara es que hay dos mundos jurídicos en el país. La mitad de la población, que compra crocs gringos y caleños, vive en un mundo repleto de leyes nacionales e internacionales, reglamentos administrativos y sorprendentes normas desconocidas, que incluyen las circulares de la Ocde, las advertencias de Undoc, las guías de calidad y sostenibilidad y los artículos de las tres generaciones de derechos humanos. La otra mitad, la que compra crocs chinos, vive en un mundo sin ley. La chancla se produce en condiciones poco conocidas y verificadas, entra de contrabando (no por la selva sino por los puertos y aeropuertos), no paga impuestos y, en muchos casos, el local lo paga el Estado por la simple razón de que es la calle misma. El primer mundo jurídico es el de las cortes, el resto del sistema judicial y los buenos abogados. El segundo pertenece a los malos abogados, la corrupción, el clientelismo y el crimen organizado.

Una tercera conclusión es que existen tres mundos productivos en el país. Los que usan crocs gringos no la tienen fácil, pero su actividad es factible y lucrativa aunque resulte costosa; cada licencia, permiso, papel, cuesta mucho trabajo, mucho dinero y mucha palanca, pero al fin las cosas salen. Los de crocs chinos viven en una libertad absoluta desde la perspectiva del Estado; ponen caspete donde sea, no pagan impuestos, la mayoría ni siquiera servicios y no tienen que cumplir normas laborales o sanitarias. Practican el saber informal y sufren las arbitrariedades del crimen. A los de los crocs caleños les toca una epopeya cotidiana. Hacer empresa con las normas europeas y trabajar con los recursos de la clase media colombiana, con deudas, sin organización y sin influencia.

Jorge Alberto Naranjo: mi mensaje de condolencia a los familiares y amigos cercanos del profesor y escritor de la Universidad Nacional en Medellín, compañero fugaz en algunas tareas (recuerdo su lectura apasionada de “El dieciocho Brumario”, en 1998).

El Colombiano, 10 de marzo

jueves, 7 de marzo de 2019

Almas puras

Mónaco es ese estado estrambótico que las potencias europeas dejaron sobrevivir para tener una vía de escape. Escape de la rutina laboral, las cargas impositivas, la regulación de la vida cotidiana. Una especie de cuarto útil, zona de tolerancia, circo permanente, paraíso fiscal. Mónaco era Disneylandia cuando a Walt Disney no se le había ocurrido hacer su primer parque de atracciones. De todas las ciudades de la costa mediterránea norte es la única a la que no se atreven a llegar las balsas de migrantes africanos y asiáticos conducidas por las mafias internacionales de trata de personas o remolcadas por los organismos humanitarios. Mónaco no se toca. Ni la tocan el crimen, la pobreza y el terrorismo que sufren la vecina Niza, o la no tan lejana Marsella. Interpol, el Estado Islámico, las ONG, todos respetan la inmunidad de Mónaco.

Por qué Pablo Escobar se obsesionó con el nombre de Mónaco, no se sabe. Tampoco si fue solo con él o también con el Gran Premio de Montecarlo (fue automovilista de fórmula con Gustavo Gaviria), o con su consumo de lujo, no se sabe. Los biógrafos de todo tipo que se han acercado a la figura del capo han ignorado ese detalle; como si no importara o como si no existiera. Y es que cuando El patrón le puso ese nombre a la residencia que se hizo construir en El Poblado (bajo la dirección de Gabriel Londoño White), se estaba quedando con un premio de consolación. Su ambición era más grande que ese edificio que, para lo que se ve en estos tiempos, lucía modesto.

Pablo Escobar quería otro Mónaco: Envigado. Transcurrida casi una década de hegemonía absoluta en el municipio, después de haber sido concejal y representante a la Cámara, después de haber representado al Partido Liberal en un congreso de la internacional socialista en España, antes de su salto grande al fútbol y a los brazos de Virginia Vallejo, ordenó una presentación oficial de su Mónaco. Pusieron una valla gigante en la glorieta que hoy se llama Fundadores y a la cual los envigadeños le decían Peldar o, más antiguamente, La Estación. “Envigado, el Mónaco colombiano”, decía. En el separador de la Avenida Las Vegas —entre la glorieta y la quebrada La Ayurá— se sembraron decenas de arbustos de coca.

La revista Semana hizo resonar el nuevo apelativo de Envigado. El 24 de agosto de 1987 tituló un artículo así, “Envigado: el Mónaco colombiano”. Con mucha ingenuidad asoció el nombre con los indicadores de calidad de vida, que eran los mejores del país, a pesar de que el principado nunca tuvo figuración en esos ránquines mundiales. El periodista constata, eso sí, que allí “transitan carros que sólo pueden verse, quizás, en esas capitales mundiales del automóvil como Turín o Stuttgart”, “personas que cargan colgandejos de oro” y que hay casas que son como fortalezas.

Poco después desaparecieron la valla y las matas de coca —remplazados por publicidad del alcalde y mangos y chiminangos— y aparecieron las masacres y los carrobombas. Uno de ellos, en enero de 1988, explotó en el Edificio Mónaco. Lo puso el cartel de Cali y había contado con la protección de Fidel Castaño, que vivía en Montecasino, siete cuadras hacia el sur. En el 2000 lo atacaron de nuevo, al parecer, porque lo iba a ocupar la fiscalía.

El sueño de Pablo Escobar de hacer de su Envigado el Mónaco latinoamericano quedó en suspenso. Pero en Medellín y buena parte del valle de Aburrá, se volvieron ubicuos los carros de lujo, las gentes “embambadas” y las fortalezas residenciales —cada vez más arriba pero también más visibles— que sorprendieron al periodista de Semana hace 32 años. También los casinos, las modelos, el turismo sexual, la coca a domicilio, la fiesta cotidiana que pueden hacer los que viven de la renta y no tienen obligaciones laborales, como tal vez se viva en el principado. Un año después del artículo de Semana el alcalde de Nueva York, Edward Koch, propuso bombardear a Medellín. Era entendible, Koch había sufrido un derrame cerebral hacía unos meses.

De esto debe haberse enterado el escritor Fernando Vallejo, de ese panorama que a sus ojos de puritano atormentado le debía parecer una nueva Sodoma. A Vallejo no se le ocurrió que el mal estuviera confinado en una caja de concreto de unos cuantos pisos de altura; el mal había infectado a toda la ciudad y a todas sus gentes. La cura tenía que ser radical. Que bombardeen a Medellín, pidió cuando llegaba el milenio.

Universo Centro, 104

lunes, 4 de marzo de 2019

Rusia

La complejidad del mundo contemporáneo hace imposible encontrar un único punto generador de los inesperados acontecimientos que dieron al traste con la ilusión liberal cosmopolita que se generó en 1989 y que marcaron el fin de una época y el comienzo de otra. Pero si hay un punto que articula gran parte de los hechos políticos —especifiquémoslo— ese tiene nombre propio: Rusia. No es la desigualdad de Piketty, ni las redes sociales de muchos otros, ni la crisis económica del 2008.

Así se podría sintetizar la tesis del libro más reciente de Timothy Snyder, un historiador británico, tal vez el mayor experto académico en temas de Europa oriental, autor del celebrado Tierras de sangre (2011) y del menos comentado pero más necesario Sobre la tiranía (2017). Todos los objetivos políticos que Rusia se ha propuesto en las dos décadas que llevamos del siglo XXI los ha coronado. La división de Ucrania, el Brexit, la elección de Donald Trump, el sostenimiento de Bashar Al Asad en Siria. Si Nicolás Maduro no cae rápido o se queda indefinidamente no será debido a la acción de Cuba, será por el respaldo ruso. Por supuesto, las líneas globales que diagnosticó Carl Schmitt hace setenta años siguen existiendo; una cosa es el Medio Oriente y otra Suramérica.

Para ganar tantas batallas, los rusos han tenido que disparar poco. Estados Unidos, en cambio, ha disparado mucho y allí donde lo ha hecho ha perdido; o al menos no ha ganado, que para el caso es lo mismo. Libia, Irak, Afganistán, Siria. Esto lo recordó hace poco John Keane (El País, 26.02.19). Una conclusión probable sería que en tiempos posmodernos vale más un espía como presidente dirigiendo un puñado de piratas informáticos que un especulador de bienes raíces al mando del ejército más poderoso del mundo. Ejemplo de ello, son los servicios involuntarios que Facebook y Twitter le prestaron a los rusos y a la candidatura de Donald Trump; y el papel estratégico que Wikileaks ha jugado dentro del plan ruso. No me extrañaría que Julian Assange —elevado a los altares hace una década por Daniel Samper Pizano— resulte ser un agente de Putin (aunque tampoco hace falta).

El libro de Snyder se titula El camino hacia la no libertad (2018) y me caben pocas dudas de que es una evocación del clásico de Friedrich Hayek Camino de servidumbre que denunciaba los sucedáneos del totalitarismo. De nuevo, como hace 80 años se trata más de la lucha por las mentes y por los corazones que por los recursos.

Helí Ramírez: Murió el poeta sin los castigos que la corrección política, de ser culta, le hubiera propinado. Esconderé sus libros y releeré sus poemas mentalmente, no sea que me acusen de incitación a la violencia, pederastia, violación, malicia en la mirada o gestos indebidos.

El Colombiano, 3 de marzo