jueves, 21 de marzo de 2019

El uribismo: un populismo peligroso

El uribismo: un populismo peligroso

El uribismo es populista - y aquí se explica por qué-. ¿Pero qué tiene que ver eso con las seis objeciones de Duque a la ley estatutaria de la JEP?*

Jorge Giraldo Ramírez**
Razón Pública, 21 de marzo

¿Por qué es populista el uribismo?

La confusión conceptual en torno a la palabra ‘populismo’ no debe impedir que la usemos para interpretar las realidades políticas.

Con el propósito de aclarar esta categoría resbaladiza y examinar la historia del populismo en Colombia, el año pasado publiqué el libro “Populistas a la colombiana” donde, entre otras cosas, rebato la idea de que aquí no tenemos tradición populista y sostengo que el uribismo –tal como lo conocemos desde 2002– es un ejemplo prístino del populismo contemporáneo.

Como expongo en mi libro, algunos de los rasgos que permiten identificar los movimientos populistas son:
1. La representación personal y emocional del pueblo en una personalidad fuerte y carismática;
2. El entendimiento del gobierno como un ejercicio de las mayorías que no debe tener consideraciones con las minorías políticas, con los grupos contra-mayoritarios ni con los derechos individuales;
3. La construcción de una opinión emotiva, inmediata y colectiva;
4. La necesidad de movilización institucional, extrainstitucional, virtual y real;
5. El afán de decidir rápidamente, lo que generalmente conlleva a atajos que adulteran los procesos deliberativos, los controles institucionales y la búsqueda de transacciones;
6. El uso del recurso del clientelismo a gran escala para distribuir bienes simbólicos y materiales.

Por curiosidad, hace poco decidí someter las posiciones de Álvaro Uribe a la prueba que crearon cuatro profesores europeos para ubicar las posiciones políticas en los planos izquierda/derecha y populismo/no populismo. La prueba la divulgó el diario británico The Guardian en noviembre del año pasado y todavía es posible hacerla en línea.

Como muestra el siguiente gráfico, el resultado situó a Uribe en un punto adyacente al político británico Neil Farage, conocido por fundar el partido nacionalista UKIP y por su figuración destacada en el movimiento que impulsó el Brexit. Mi colaboradora, la politóloga María Paulina Gómez, hizo el mismo ejercicio y el resultado fue bastante similar, pues ubicó a Uribe al lado de Viktor Orbán, el primer ministro de Hungría, conocido por defender la pena de muerte y endurecer las políticas migratorias de su país para evitar la llegada de refugiados sirios.


Las angustias del populismo uribista
Actualmente el uribismo enfrenta varias presiones que desconocía hasta ahora, pero que son propias de los proyectos populistas.

La primera de esas presiones es el carácter perecedero de este tipo de experimentos: resulta que la euforia cotidiana y la movilización permanente son muy difíciles de sostener en el tiempo y por eso, al cabo de unos años (diez es el número mágico en América Latina), los regímenes populistas caen o se convierten en dictaduras típicas.

En 2009 Uribe resistió –con muchas vacilaciones– la tentación de un tercer mandato, pero al hacerlo se encontró con el segundo problema consustancial al populismo: hacer populismo en cuerpo ajeno es muy difícil, sino imposible. Prueba de ello es el fracaso de las parejas latinoamericanas Correa/Moreno, Chávez/Maduro, Uribe/Santos.

Actualmente Colombia atraviesa ese drama con el presidente Duque, quien sin carrera ni reconocimiento políticos, llegó al poder gracias a Uribe. La gran paradoja que enfrenta el uribismo es que sin una persona como Iván Duque no habría podido ganar, pero con una persona como Duque no podrá atornillarse en el poder -a menos de que aparezca otro “articulito” y un puente como el que Héctor Cámpora le hizo a Juan Domingo Perón, en la Argentina de 1973-.

Como afirma Norbert Elias en La sociedad cortesana, “el poder carismático es una crisis del poder”, por lo que pocas veces el populismo logra sedimentarse en la rutina legal y administrativa, y cada vez que lo intenta, corre el riesgo de perecer. En ese sentido, no resulta extraño que el Centro Democrático declarara que no se iba a comportar como bancada del Gobierno en el congreso, y que tan solo seis meses después de ganar las elecciones, empezara a buscar candidato presidencial para 2022. No recuerdo ningún otro caso en la historia colombiana contemporánea cuando el partido de gobierno llegara al Congreso con propuestas diferentes de las del jefe del poder ejecutivo.

Salvar el movimiento, poner en crisis al país
Por otra parte, la naturaleza heterogénea y gaseosa de los movimientos populistas hace que su unidad dependa de un factor adicional a la personalidad del jefe carismático: su concentración en la lucha política.

Las diferencias y luchas intestinas no se resuelven porque el jefe lo diga, sino que deben esconderse o contenerse en medio de la disputa con otras fuerzas políticas y con la permanente actualización de quién es el enemigo.

Si, como creo, esta conclusión teórica sobre la naturaleza de los movimientos carismáticos es cierta, tanto Iván Duque como Colombia enfrentarán graves problemas.

Duque representa una pieza más en la disputa interna del uribismo, es decir, el enfrentamiento entre el uribismo “purasangre” –ideológico, radical, antipolítico– y el uribismo de los políticos tradicionales –profesional, moderado, transaccional–.

Uribe sabía que no podía ganar las elecciones con alguno de los purasangres y no confiaba en nadie del segundo, pues dentro de este grupo abundan personajes que, como Santos, tienen el capital relacional y simbólico necesario para independizarse del líder, o aún peor, para “traicionarlo”.
Por eso el líder del uribismo se decidió por Duque, para quien la Presidencia entraña un dilema difícil de resolver, pues debe evitar ser percibido como un títere por la opinión pública, pero al mismo tiempo, debe demostrarle lealtad a su mentor político.

Como el populismo no permite que nadie condicione o limite la decisión del jefe –porque supuestamente encarna la voluntad política del pueblo–, Duque se vio obligado a objetar la Ley Estatutaria de la Jurisdicción Especial para la Paz, lo cual no solo significó un desconocimiento absoluto de la Corte Constitucional como órgano de cierre, sino que abrió un frente de lucha en el Congreso.

Sin lugar a dudas, el Presidente de la República tomó esa decisión para satisfacer a su partido político, restablecer su unidad interna y congraciarse con el jefe, pero al hacerlo abrió pasó a la polarización que tanto esquivó con el silencio y las buenas maneras durante los primeros siete meses de su mandato, remarcando así la línea divisora entre los partidarios de la paz negociada –la única realista– y los defensores de la paz justiciera –imposible, especialmente porque solo busca justicia para un lado–.

Probablemente el ataque al acuerdo de paz representará una galvanización para el uribismo, el cual –como todos los populismos– necesita enemigos, trifulcas y adrenalina. Pero también será un golpe para la estabilidad política del país y, aún más, para la legitimidad del régimen político.

Por inverosímil que parezca, el uribismo es una minoría, la minoría más grande en un país sin mayorías: es minoría en el Congreso y también en la opinión. Si ganó las elecciones no fue por mérito propio, sino porque el país le tuvo más miedo al populismo petrista que al uribista y porque al centro político de Fajardo le faltaron unos centavos para llegar a la segunda vuelta.

Lo cierto es que el pasado 10 de marzo Duque retomó la senda de la desinstitucionalización e hizo que volvieran a sonar los tambores de un conflicto político agrio. Vendrán tres años de desgaste, mil luchas moleculares en octubre y un enfrentamiento duro, muy duro, en 2022.

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