Uno de los procesos más delicados para cualquier sociedad es el de la formación de la opinión. Como tal, ha sido una preocupación constante en la cultura occidental desde Sócrates hasta Jürgen Habermas, y un asunto de primer orden en los días que corren. La importancia de la formación de la opinión se ha resaltado por las conexiones con el mundo político y su proceso subsecuente de la toma de decisiones. Pero los rasgos que adquiere la opinión entre los grupos sociales poseen un interés intrínseco.
Modernamente, la formación de la opinión estuvo mediada por una serie de instituciones que he llamado empresas ideológicas: la iglesia, la escuela y los medios. Estás instituciones filtraban los asuntos cotidianos a través de los cedazos de la fe, la ciencia y la inteligencia letrada. Estas instituciones, además, hacían las veces de vasos comunicantes, intérpretes y voceros de oficio entre el olimpo de los poderosos y el suelo de la población llana. Esta mediación permitía procesar los malestares cotidianos de la gente, ajustar las reglas informales de la sociedad y someter regularmente a verificación las leyes y la orientación social de largo plazo.
Todo el esfuerzo ilustrado está encaminado a someter la reacción espontánea a un proceso deliberativo y racional que conduzca a decisiones razonables y prudentes. Todo esto requiere tiempo, instancias, múltiples intervinientes. Para la esfera política, el gran referente teórico de este proceso es James Madison (1751-1836). Hace poco, el custodio del legado material de los Padres Fundadores de los Estados Unidos Jeffrey Rosen describió el argumento de Madison como un mecanismo de “enfriamiento” (“Madison vs. The Mob”, The Atlantic, October 2018). En criollo, Madison creyó que era necesario alargar la mecha de la gente. En algunos países latinoamericanos se usa la expresión “tener la mecha corta” para referirse a personas impulsivas, explosivas, con la boca y los puños al pie del torrente sanguíneo.
Todo indica que en nuestro tiempo ha crecido el número de personas, no ya de mecha corta, sino sin mecha. La sincronicidad e inmediatez de miles de millones de personas con los aconteceres y los decires de ellas mismas elimina el tiempo, destruye las instancias y acalla las voces razonadas. La tecnología, por supuesto, ha operado como catalizador de este fenómeno. Pero tanto o más decisiva ha sido la actuación de las figuras públicas, especialmente los políticos y algunas individualidades de la farándula. El resultado es doble: la multiplicación de turbas excitadas y prestas a la acción inmediata, y la inflación de personalidades mediocres y ordinarias a la categoría de semidioses.
Necesitamos nuevas mediaciones y renovar los mediadores tradicionales. Pero también necesitamos líderes que no cedan a la tentación de responder cada mensaje en las redes sociales como si se tratara de una emergencia. Si los líderes no aprenden a enfriar la pasaremos mal.
El Colombiano, 11 de noviembre
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