Mucho se ha escrito sobre Donald Trump en tan solo dos años de carrera política. Los personajes disruptivamente tóxicos suelen concentrar mucha fascinación morbosa. Y ello, aunque (o porque), todas las acciones Trump hasta ahora han sido destructivas, pues su propósito declarado fue acabar con la obra de Obama. La razón no se sabe: por liberal, tal vez; por demócrata, quizás; o por negro, nada de raro. Las discusiones habituales sobre el gobierno de Trump giran alrededor de las órdenes ejecutivas, las iniciativas legislativas y los nombramientos en el ejecutivo. Discusiones en terreno firme, con datos, antecedentes, jurisprudencias, a la vista.
Mi punto es más elusivo pero tanto o más concreto. ¿Qué cambios pueden producir en un país el temperamento y la personalidad de sus gobernantes? Talante, estilo, ejemplo. La filosofía política siempre se ha preocupado por este asunto desde las demandas de prudencia que, para la vida pública, hacía Aristóteles hasta el Elogio de la templanza de Norberto Bobbio, pasando por los espejos de príncipes medievales. La despersonalización del poder público, la neutralización de la singularidad personal del gobernante, han llevado a subestimar el papel del agente individual en la política, y con ello los rasgos morales y psicológicos de los individuos que ostentan posiciones de poder.
Cuando Trump dice que los inmigrantes latinos son animales, cuando convierte en normal el mercado sexual, cuando banaliza el patrimonio natural y cultural, cuando le pide a los maestros que vayan armados a las escuelas, cuando ridiculiza las tradiciones que no son anglo, blancas, protestantes (wasp); cuando hace todo esto, ¿qué tipo de comportamientos autoriza a los ciudadanos?, ¿qué temores y acciones suscita entre las personas sindicadas? Sin más datos a la mano, no creo que el renacimiento del Ku-Klux-Klan, la multiplicación de asesinatos por parte de la policía contra hombres negros desarmados, la exhibición descarada de machismo y racismo, y otras conductas sociales reprobables, sean gratuitas. Las produce un ambiente creado desde el gobierno, una autorización implícita del primer magistrado.
El analista racional, en las coyunturas electorales, se queda considerando los programas y las propuestas de los candidatos, su hoja de vida. El racionalista suele desechar la persona. En regímenes fuertemente presidencialistas, como Estados Unidos o Colombia, esa faceta del poder es crucial. Alguien señaló los parecidos entre el presidencialismo y las monarquías. Los viejos monarcas se rodeaban de sacerdotes, consejeros, bufones, que embridaran sus demonios. Los antiguos presidentes hacían lo mismo; no tenían las tentaciones de Twitter y dejaban el narcisismo a cargo de los artistas y las gentes del espectáculo.
La legendaria pregunta que se hacían los padres conservadores en los sesenta (¿dejarías salir tu hija con un Stone?), es más aplicable a las campañas presidenciales; al cabo, lo que está en juego es la cultura política o, si se quiere la salud mental, del país.
El Colombiano, 10 de junio
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