Hace algunos años viajábamos de vacaciones por la provincia de Mendoza, en Argentina. Un señor muy amable nos sirvió de guía a mi esposa y a mí por las montañas, al pie del Cerro de los Siete Colores, con las nieves andinas al fondo. Sobre una planicie fría, con la majestuosa pared al oriente y un horizonte vasto al occidente, apenas se veían los pastos y uno que otro caballo. En un momento nos señaló una pequeña hondonada con una gran roca y dijo con orgullo que allí se había filmado Siete años en el Tíbet.
Indagado por la experiencia, contó que la productora (una empresa llamada Mandalay) montó allí un pueblo tibetano aprovechando que en el invierno mendocino las nieves bajan, incluso a menos de dos mil metros de altura. Que Brad Pitt había sido un habitante más de Uspallata durante algunos meses, merodeando el mismo paisaje por el que había pasado Charles Darwin en 1835. Le preguntamos por qué ya no había nada, por qué Mandalay levantó toda la infraestructura y se fue, por qué alguien no procuró que el lugar se usara como un atractivo turístico más de la región y otras linduras de turista ingenuo que no tuvieron respuesta, por supuesto.
Recordé el caso viendo el proceso de las zonas veredales transitorias de normalización que se habilitaron para el proceso de concentración y desmovilización de las Farc. Cuando uno ve las fotos de los caseríos en Llanogrande, Dabeiba, o de Carrizal, en Remedios, y luego aprecia el avance en las obras campamentarias para los combatientes en tránsito a la vida civil se nota un contraste muy marcado en cuanto a la calidad de la construcción y a las comodidades incluidas.
Desde el sentido común es razonable que las nuevas construcciones permanezcan y que se conviertan en poblados. Sin embargo, uno no deja de preguntarse qué puede pasar por la cabeza de un campesino o un colono de estas regiones, quienes a lo largo de su vida no conocieron al Estado sino a través de la presencia, casi siempre ocasional del Ejército, cuando ahora ven un despliegue abrumador de funcionarios estatales y de las Naciones Unidas, de periodistas y científicos sociales, de maquinaria y obreros a toda marcha.
El Estado colombiano ha tenido una presencia más fugaz y dañina, en medio país, que la que tuvo Mandalay en Uspallata haciendo la película de Annaud. Se supone que eso debe acabarse ahora, al menos en las zonas en las que se desmovilizarán las Farc. Pero no está nada claro el tipo de impacto que pueda tener a mediano plazo montar, de la noche a la mañana, un pueblo de estrato tres al lado de otro estrato uno. Tampoco es fácil prever qué pasará cuando acabe el proceso y nadie vuelva por allá, solo la soledad.
El Colombiano, 14 de mayo.
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