A los cuarenta años de vida este hombre del siglo XVIII presentó al público una de sus tantísimas obras y, quizás, la más importante que produjo. Tenía entonces –considerando la expectativa de vida– el equivalente a 70 años de edad de hoy. Toda una vida dedicado a un oficio, aprendido en la familia paterna y compartido con sus hijos. Un oficio fatigoso, cotidiano, sometido a la presión de los jefes políticos o eclesiásticos, a las angustias del tiempo que oprime con la demanda de un producto semanal, de entregas especiales según la época del año; semana tras semana y año tras año, intentando trasmitir algo nuevo sobre un calendario lento y repetitivo. Toda una vida laboral luchando por alguna autonomía en el trabajo y remuneraciones más adecuadas, cambio de empresas y ciudades para encontrar un lugar propio y agradable. En largos pasajes su biografía puede ser la de un artesano notable o un trabajador heroico de aquellos que se exaltaron tanto en el siglo XX.
El comienzo de la tarea parece modesto. Se basa en un fragmento muy breve y tosco de una obra antigua, revisada en común con un colaborador habitual. Y se trabajó convocando a ella la experiencia y el bagaje personal, en la técnica y la expresividad, y su época toda, espiritual y secular. Como todo homo faber serio y responsable busca el mejor resultado posible en todo lo que hace. Pero las dimensiones y las exigencias prácticas para su realización desbordan cualquier sentido de la economía y desafían el juicio de los auspiciadores y los espectadores. La expuso cuatro veces en el cuarto de siglo que le quedó de vida hasta que, cien años después de la primera, fue rescatada en un acto de valentía.
En un tiempo en el cual el sentido de lo más, de lo superior, se ha perdido y el mérito se ha diversificado y multiplicado hasta devenir trivial habría que poder alabar lo sublime todavía, así esté fuera de lugar. Una personalidad arribando al escepticismo –como la mía– puede hacer una excepción para asegurar la cúspide de lo sublime a La pasión según san Mateo. No alcanza la imaginación para suponer que un hombre tan ocupado y constreñido como cualquier ser humano que trabaja y apenas sobrevive pudiera realizar una obra semejante. Es como si nos dijeran, y tuviéramos que creerlo, que una sola persona construyó la muralla china. Algo tuvo que intuir Johann Sebastian Bach (1685-1750) durante su elaboración para escribirla en tinta roja a diferencia de sus demás obras en sepia. Puede decirse con Emil Cioran (1911-1995), en una de las versiones de un aforismo afortunado, que “cuando escucháis a Bach, veis nacer a Dios” (De lágrimas y santos). Y puede dársele una vuelta, ¿si no apreciáis a Bach, creéis en Dios? Y otras más.
El Colombiano, 7 de mayo
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