En Colombia diversas circunstancias –entre ellas la desunión de la izquierda armada y el narcotráfico– hicieron que tuviéramos una paz por cuotas. Visto en retrospectiva, el acuerdo que se firmó el pasado 24 de agosto para el desarme y desmovilización de las Farc es el décimo que tenemos en el país desde 1990 para combatientes ilegales. Su peso específico radica en que se trata de uno de los grupos más antiguos, grandes y dañinos que ha soportado la sociedad colombiana, y de ahí su importancia.
Es el décimo proceso con organizaciones que tenían motivaciones políticas –incluyendo las paramilitares– pero no el último. Efectuados el desarme y la reinserción de las Farc, habríamos resuelto, digamos el 70% del problema nacional y el total en algunas regiones del país. Queda el Eln. Es muy difícil predecir qué va a pasar con ese grupo. Hay signos de que la mesa de conversaciones puede abrirse después del plebiscito, pero los términos de la agenda, la conducta y el discurso de sus jefes no dan pábulo para el optimismo.
La paz ha sido por cuotas y también por porciones territoriales. Esta no será diferente. Podemos esperar cambios importantes en regiones donde las Farc han sido hegemónicas, siempre y cuando que allí el volumen de desmovilizados se acerque al cien por ciento. Por desgracia, ya sabemos que algunas regiones del país se mantendrán en el desorden y la violencia. Con certeza, el Catatumbo, el piedemonte araucano, porciones de Chocó y la costa nariñense, seguirán como están, con el aditamento de fuertes amenazas sobre la militancia de las Farc. En esas regiones las Farc no son ni el único ni el principal contendor violento del Estado ni predador de rentas. Yendo tras las fuerzas militares, el Estado se verá forzado a llegar a las fronteras. En Antioquia, el enigma es la conducta de algunos mandos medios de los frentes 18 y 36.
Si el Estado y la sociedad colombianos hacen bien las tareas que implican las 297 páginas del “Acuerdo final”, podremos lograr articular –económica, social y políticamente– al país moderno el norte de Antioquia, sur del Meta, Tolima y Huila, oriente caucano y nariñense, Caquetá y Putumayo. No es poca cosa. La fuerza pública liberaría enormes recursos para concentrarse en las áreas conflictivas y aplicarse a garantizar el control estatal de todo el territorio nacional. El Estado fortalecería sus capacidades en estas periferias, pudiendo conocer, medir y gestionar gran parte del campo colombiano.
No se trata del abuso que ha hecho el presidente de la República sobreestimando demagógicamente los beneficios e ignorando los riesgos, ni se trata tampoco del escenario apocalíptico que dibuja el senador Álvaro Uribe. No es un acuerdo perfecto. Se trata de una oportunidad como pocas recordamos (1957, 1991). Esa es la decisión que tomaremos el 2 de octubre.
El Colombiano, 28 de agosto
lunes, 29 de agosto de 2016
lunes, 22 de agosto de 2016
Un centro escamoteado
“Una provincia situada en el centro mismo, pero un centro ignorado, eludido y escamoteado”, así define Enrique Serrano nuestra condición durante La Colonia y podría decirse que así fue hasta mediados del siglo pasado. La ventaja geopolítica de estar en la mitad del continente más promisorio del segundo milenio –que habían visto Bolívar y otros– nos sirvió de poco en cuatro siglos de historia. El tercer milenio ha hecho más notoria a Colombia, cuya discreción y estabilidad rutilan en medio de las vicisitudes de los vecinos. ¿Por qué esta profecía fallida? ¿Por qué este largo trayecto sin grandeza en los éxitos ni en los fracasos?
El académico internacionalista y escritor barranqueño Enrique Serrano presentó este año su libro ¿Por qué fracasa Colombia? (Planeta, 2016). Un ensayo sobre la identidad colombiana en la estela de textos ya clásicos como Los negroides de Fernando González o La personalidad histórica de Colombia de Jaime Jaramillo Uribe. Se trata de un género que ha investigado y expuesto bien en nuestro medio el profesor Efrén Giraldo Quintero (Universidad Eafit), cuyos orígenes estaban cargados de especulación inteligente y que ahora se nutre de los acervos significativos de la historia, la antropología y la sociología.
Serrano hace un aporte sustancial para que tratemos de entender un poco más la sociedad colombiana, la nación, y no solo el Estado, las instituciones y sus figuras; para que nos pensemos como un continuo desde la colonización del siglo XVI y no solo desde la Independencia; para que procuremos comprender nuestra cultura y no solo la economía. Y para que no creamos que todo empezó con las reformas de 1850, el cultivo del café y la Regeneración (si sos azul) o la Revolución en Marcha (si sos rojo). Pero, ante todo, para cuestionar los clichés que han hecho carrera en las aulas, los púlpitos y los periódicos sobre nuestro pasado y nuestra condición.
El libro explica como formamos una nación sin planearla ni quererla y la seguimos haciendo con parsimonia debido a nuestro acomodamiento a las circunstancias, la falta de arraigo, la condescendencia con el incumplimiento de la ley, hasta conformarnos como “un grupo grande de personas desconfiadas e individualistas, con dificultades para hacer consensos”. Se adentra en hipótesis acerca de la trayectoria de nuestras formas de comer, vestir, rezar, hacer familia, conseguir plata y llevárnosla con el prójimo.
Es bueno que el lector potencial del libro de Serrano no se deje despistar por el título falso y sensacionalista ni por la mala carátula; se trata de un texto necesario, sugestivo y ameno. Una interpretación aguda de los trasfondos de nuestra historia; una explicación sensata de cómo y porqué somos lo que somos; un aporte a la discusión que tendremos en el futuro cercano, cuando el silencio de los fusiles nos permita hacer un festín de ideas.
El Colombiano, 21 de agosto.
El académico internacionalista y escritor barranqueño Enrique Serrano presentó este año su libro ¿Por qué fracasa Colombia? (Planeta, 2016). Un ensayo sobre la identidad colombiana en la estela de textos ya clásicos como Los negroides de Fernando González o La personalidad histórica de Colombia de Jaime Jaramillo Uribe. Se trata de un género que ha investigado y expuesto bien en nuestro medio el profesor Efrén Giraldo Quintero (Universidad Eafit), cuyos orígenes estaban cargados de especulación inteligente y que ahora se nutre de los acervos significativos de la historia, la antropología y la sociología.
Serrano hace un aporte sustancial para que tratemos de entender un poco más la sociedad colombiana, la nación, y no solo el Estado, las instituciones y sus figuras; para que nos pensemos como un continuo desde la colonización del siglo XVI y no solo desde la Independencia; para que procuremos comprender nuestra cultura y no solo la economía. Y para que no creamos que todo empezó con las reformas de 1850, el cultivo del café y la Regeneración (si sos azul) o la Revolución en Marcha (si sos rojo). Pero, ante todo, para cuestionar los clichés que han hecho carrera en las aulas, los púlpitos y los periódicos sobre nuestro pasado y nuestra condición.
El libro explica como formamos una nación sin planearla ni quererla y la seguimos haciendo con parsimonia debido a nuestro acomodamiento a las circunstancias, la falta de arraigo, la condescendencia con el incumplimiento de la ley, hasta conformarnos como “un grupo grande de personas desconfiadas e individualistas, con dificultades para hacer consensos”. Se adentra en hipótesis acerca de la trayectoria de nuestras formas de comer, vestir, rezar, hacer familia, conseguir plata y llevárnosla con el prójimo.
Es bueno que el lector potencial del libro de Serrano no se deje despistar por el título falso y sensacionalista ni por la mala carátula; se trata de un texto necesario, sugestivo y ameno. Una interpretación aguda de los trasfondos de nuestra historia; una explicación sensata de cómo y porqué somos lo que somos; un aporte a la discusión que tendremos en el futuro cercano, cuando el silencio de los fusiles nos permita hacer un festín de ideas.
El Colombiano, 21 de agosto.
lunes, 15 de agosto de 2016
Despacio
Hace cuatro años el presidente Juan Manuel Santos afirmó que la negociación con la Farc era cosa de meses, de seis meses para ser exactos. Cada uno de los años subsiguientes se sometió al desgaste de aventurar fechas; la última vez nos citó a la Plaza de Bolívar en Bogotá el 20 de julio pasado. Esto demuestra que Santos no tenía las más remota idea de qué se trataba la negociación con las Farc, ni de cómo era esa guerrilla; que creía que esto era un picnic.
El único acierto que ha tenido el presidente de la República en este proceso fue la conformación del equipo negociador. Una mezcla de personajes representativos, avezados, con experiencia sin ser empíricos, ilustrados sin ser intelectuales puros, comprometidos con la institucionalidad del país y convencidos de que no hay guerra, incluidas las ganadas, que no terminen con una negociación. Un equipo al que le toca lidiar con las Farc, con Uribe y con su propio jefe.
Y es que las principales equivocaciones del Presidente han sido la intrusión atropellada a los trabajos del equipo negociador para tratar de apresurar acuerdos o fases del proceso, eludiendo la estrategia, la visión de conjunto y el conocimiento de los representantes del gobierno en la mesa de diálogos. Cuando puso una mesa paralela de abogados desatrancó, en efecto, el acuerdo sobre justicia transicional pero al precio de debilitar el equipo, golpear a sus funcionarios más fieles y avalar puntos precisos que, quizá los negociadores oficiales no habrían dejado pasar.
Le fue más mal cuando mandó a su hermano en el primer cuatrimestre del año a tratar de apresurar el acuerdo sobre concentración, desarme y desmovilización. Ahora lanza el globo de una supuesta “antefirma” del acuerdo: “Cuando esté todo acordado, no se requiere la firma oficial, sino el hecho de decir ya está todo acordado, para poder enviarle al Congreso los acuerdos y convocar el plebiscito”, dijo Santos (“Santos sí ‘antefirmará’ la paz como anticipó La Silla”, La Silla Vacía, 03.08.16). Otro atajo, otra muestra de afán, esta vez en contravía a lo que dijo la Corte Constitucional.
El Presidente tiene mucho afán y eso es malo, muy malo. Ya nos gastamos cinco años de negociaciones (incluyendo la fase secreta), entonces ¿a qué apurar y saltarse unas semanas? Los pendientes de los cinco puntos firmados y los detalles de la implementación son suficientemente importantes como para no despacharlos a las carreras. Menos ahora que sabemos que las Farc no lograron convencer a todos sus frentes, como había dicho su jefe (“Timochenko espera que 99% de Farc se desmovilicen”, El Nuevo Siglo, 31.01.16) y que, por tanto, su oferta se ha depreciado. Los términos razonables que conocemos –aunque imperfectos– pueden tornarse inaceptables si Santos fuerza a sus negociadores o los induce a error y si asalta las reglas.
El Colombiano, 14 de agosto.
El único acierto que ha tenido el presidente de la República en este proceso fue la conformación del equipo negociador. Una mezcla de personajes representativos, avezados, con experiencia sin ser empíricos, ilustrados sin ser intelectuales puros, comprometidos con la institucionalidad del país y convencidos de que no hay guerra, incluidas las ganadas, que no terminen con una negociación. Un equipo al que le toca lidiar con las Farc, con Uribe y con su propio jefe.
Y es que las principales equivocaciones del Presidente han sido la intrusión atropellada a los trabajos del equipo negociador para tratar de apresurar acuerdos o fases del proceso, eludiendo la estrategia, la visión de conjunto y el conocimiento de los representantes del gobierno en la mesa de diálogos. Cuando puso una mesa paralela de abogados desatrancó, en efecto, el acuerdo sobre justicia transicional pero al precio de debilitar el equipo, golpear a sus funcionarios más fieles y avalar puntos precisos que, quizá los negociadores oficiales no habrían dejado pasar.
Le fue más mal cuando mandó a su hermano en el primer cuatrimestre del año a tratar de apresurar el acuerdo sobre concentración, desarme y desmovilización. Ahora lanza el globo de una supuesta “antefirma” del acuerdo: “Cuando esté todo acordado, no se requiere la firma oficial, sino el hecho de decir ya está todo acordado, para poder enviarle al Congreso los acuerdos y convocar el plebiscito”, dijo Santos (“Santos sí ‘antefirmará’ la paz como anticipó La Silla”, La Silla Vacía, 03.08.16). Otro atajo, otra muestra de afán, esta vez en contravía a lo que dijo la Corte Constitucional.
El Presidente tiene mucho afán y eso es malo, muy malo. Ya nos gastamos cinco años de negociaciones (incluyendo la fase secreta), entonces ¿a qué apurar y saltarse unas semanas? Los pendientes de los cinco puntos firmados y los detalles de la implementación son suficientemente importantes como para no despacharlos a las carreras. Menos ahora que sabemos que las Farc no lograron convencer a todos sus frentes, como había dicho su jefe (“Timochenko espera que 99% de Farc se desmovilicen”, El Nuevo Siglo, 31.01.16) y que, por tanto, su oferta se ha depreciado. Los términos razonables que conocemos –aunque imperfectos– pueden tornarse inaceptables si Santos fuerza a sus negociadores o los induce a error y si asalta las reglas.
El Colombiano, 14 de agosto.
lunes, 8 de agosto de 2016
Viejos caracteres paisas
Los caracteres sociales tienen un lugar especial en el habla regional. Como en todas, la riqueza es mayor cuando se refiere a caracteres negativos que permiten ampliar la descripción y la crítica de conductas que se apartan de un tipo ideal.
Ya es un tópico hablar del empuje paisa, por lo cual no extrañan los regionalismos para señalar a quien no trabaja como mantenido, muy cercano al flojo y al pegao. La pujanza también conlleva ingenio y los opuestos son el atembao, menso o pendejo; de la vivacidad carecen el sonso y el pachocho. Aunque, sin duda, se creó una cultura del vivo –del que no respeta las reglas– algunas viejas palabras castigan el exceso sindicándolo de atravesao, ventajoso, conchudo, tramista o tumbador. El faltón y el torcido son más nuevos, pero tienen en el mismo sentido.
Del mismo modo, aunque por acá la bobada es pecado mortal tampoco son bien vistos el alzao, el sobrador y menos el atarbán. Ahora, la bobada no tiene que ver con el conocimiento. Alguien podía tener la oportunidad de aprender pero si era tapao, bruto, no había nada que hacer. Tampoco se puede confundir al tapao, con el cerrao porque este es un simple testarudo, cabeciduro. La confusión se puede originar en que ambos, el tapao y el cerrao son “como una mula”. El bobo tampoco es el manso o asentao, de hecho el peleador era mal visto, no solo como puro malo, si no también como cositero, problemático, perecoso, cismático, iriático.
En el pasado, antes de la cultura narco y consumista, la austeridad era una virtud pero se elogiaban al amplio y al desprendido –que no llega a botaratas– y se despreciaban al amarrao, cicatero, angurrioso, agalludo, goterero, incluso al pedigüeño. Eso sí, no se admitía la ostentación. Malos caracteres eran el fulero, el chicanero, el lucido, todo aquel que enviara el mensaje de que era dediparao. Como la franqueza propia del frentero, a veces brutal, es de signo positivo nos enervan los solapaos, lambones, intrigantes y morrongos.
A pesar de que los paisas tenemos fama de ser casi honrados, la verdad es que también se estigmatizaba al ladrón como sisero, manilargo, aprovechao o apenas malapaga. Amigos del éxito, se señala al mal perdedor como rabón, al experto como baquiano y al torpe como chambón, al atrevido como entrador pero si se pasa es un metido.
A las nuevas generaciones es bueno decirles que aquí se apreciaba la sencillez, pero que no nos tragábamos al ordinario y menos al guache, y nos chocaban los empalagosos y alesbrestaos, todos ellos tan comunes hoy. Los padres jóvenes no aprendieron que la sobreprotección es mala porque de ahí solo resultan muchachos contemplaos, moñones, sentidos, chisparosos, en una palabra malcriaos. Vía expedita para tener adultos atenidos, pechugones, descaraos, que se comportan como merecidos.
El Colombiano, 7 de agosto.
Ya es un tópico hablar del empuje paisa, por lo cual no extrañan los regionalismos para señalar a quien no trabaja como mantenido, muy cercano al flojo y al pegao. La pujanza también conlleva ingenio y los opuestos son el atembao, menso o pendejo; de la vivacidad carecen el sonso y el pachocho. Aunque, sin duda, se creó una cultura del vivo –del que no respeta las reglas– algunas viejas palabras castigan el exceso sindicándolo de atravesao, ventajoso, conchudo, tramista o tumbador. El faltón y el torcido son más nuevos, pero tienen en el mismo sentido.
Del mismo modo, aunque por acá la bobada es pecado mortal tampoco son bien vistos el alzao, el sobrador y menos el atarbán. Ahora, la bobada no tiene que ver con el conocimiento. Alguien podía tener la oportunidad de aprender pero si era tapao, bruto, no había nada que hacer. Tampoco se puede confundir al tapao, con el cerrao porque este es un simple testarudo, cabeciduro. La confusión se puede originar en que ambos, el tapao y el cerrao son “como una mula”. El bobo tampoco es el manso o asentao, de hecho el peleador era mal visto, no solo como puro malo, si no también como cositero, problemático, perecoso, cismático, iriático.
En el pasado, antes de la cultura narco y consumista, la austeridad era una virtud pero se elogiaban al amplio y al desprendido –que no llega a botaratas– y se despreciaban al amarrao, cicatero, angurrioso, agalludo, goterero, incluso al pedigüeño. Eso sí, no se admitía la ostentación. Malos caracteres eran el fulero, el chicanero, el lucido, todo aquel que enviara el mensaje de que era dediparao. Como la franqueza propia del frentero, a veces brutal, es de signo positivo nos enervan los solapaos, lambones, intrigantes y morrongos.
A pesar de que los paisas tenemos fama de ser casi honrados, la verdad es que también se estigmatizaba al ladrón como sisero, manilargo, aprovechao o apenas malapaga. Amigos del éxito, se señala al mal perdedor como rabón, al experto como baquiano y al torpe como chambón, al atrevido como entrador pero si se pasa es un metido.
A las nuevas generaciones es bueno decirles que aquí se apreciaba la sencillez, pero que no nos tragábamos al ordinario y menos al guache, y nos chocaban los empalagosos y alesbrestaos, todos ellos tan comunes hoy. Los padres jóvenes no aprendieron que la sobreprotección es mala porque de ahí solo resultan muchachos contemplaos, moñones, sentidos, chisparosos, en una palabra malcriaos. Vía expedita para tener adultos atenidos, pechugones, descaraos, que se comportan como merecidos.
El Colombiano, 7 de agosto.
miércoles, 3 de agosto de 2016
Las ideas en la guerra: Julder Gómez
GIRALDO RAMÍREZ, Jorge. Las Ideas en la Guerra. Bogotá: Penguin Random House, 2015.
Julder Gómez
Universidad Eafit
jgomezp5@eafit.edu.co
El tema del libro, Las ideas en la guerra, es la acción política revolucionaria de las guerrillas colombianas enfrentadas al Estado en las últimas décadas. Sus propósitos teóricos son explicativos y críticos, es decir, se propone contestar preguntas de los siguientes tipos: por un lado ¿por qué se han realizado estas acciones, por qué del modo en que lo han hecho, para qué y con qué estatus? Por otro lado ¿son aceptables estas acciones, es decir, son razonables? El libro, sin embargo, tiene también un propósito práctico: contribuir a que no se repitan en Colombia acciones del tipo que explica.
Los propósitos teóricos del libro, explicar y criticar, están articulados por los conceptos de acción y razón. En este sentido, el estudio acepta, entre otros, los siguientes presupuestos filosóficos: las acciones son realizadas por agentes, las acciones son realizadas por razones, una manera de explicar las acciones consiste en hacer explícitas las razones del agente para actuar y, por último, las acciones son criticables cuando sus razones son criticables.
Desde cierto punto de vista, podría decirse que el libro se desarrolla simultáneamente en diferentes dominios: en un dominio filosófico articula los conceptos de acción, política, revolución, ocasión, situación, intención y estrategia; en el dominio teórico de la política explica y critica acciones políticas a partir de razones; en el dominio empírico narra la historia de la justificación y de la crítica de las acciones de las guerrillas colombianas en las últimas décadas; y, por último, en el dominio práctico presenta ejemplares y estrategias alternativas para la construcción de una paz duradera en Colombia.
Leer la reseña completa en: http://publicaciones.eafit.edu.co/index.php/co-herencia/article/view/3586
Julder Gómez
Universidad Eafit
jgomezp5@eafit.edu.co
El tema del libro, Las ideas en la guerra, es la acción política revolucionaria de las guerrillas colombianas enfrentadas al Estado en las últimas décadas. Sus propósitos teóricos son explicativos y críticos, es decir, se propone contestar preguntas de los siguientes tipos: por un lado ¿por qué se han realizado estas acciones, por qué del modo en que lo han hecho, para qué y con qué estatus? Por otro lado ¿son aceptables estas acciones, es decir, son razonables? El libro, sin embargo, tiene también un propósito práctico: contribuir a que no se repitan en Colombia acciones del tipo que explica.
Los propósitos teóricos del libro, explicar y criticar, están articulados por los conceptos de acción y razón. En este sentido, el estudio acepta, entre otros, los siguientes presupuestos filosóficos: las acciones son realizadas por agentes, las acciones son realizadas por razones, una manera de explicar las acciones consiste en hacer explícitas las razones del agente para actuar y, por último, las acciones son criticables cuando sus razones son criticables.
Desde cierto punto de vista, podría decirse que el libro se desarrolla simultáneamente en diferentes dominios: en un dominio filosófico articula los conceptos de acción, política, revolución, ocasión, situación, intención y estrategia; en el dominio teórico de la política explica y critica acciones políticas a partir de razones; en el dominio empírico narra la historia de la justificación y de la crítica de las acciones de las guerrillas colombianas en las últimas décadas; y, por último, en el dominio práctico presenta ejemplares y estrategias alternativas para la construcción de una paz duradera en Colombia.
Leer la reseña completa en: http://publicaciones.eafit.edu.co/index.php/co-herencia/article/view/3586
lunes, 1 de agosto de 2016
Solo la política da garantías
Al fin la Corte Constitucional se pronunció sobre el proyecto de ley estatutaria que regula el llamado “Plebiscito para la paz”. Lo hizo el pasado 18 de junio a través de un comunicado que da cuenta de lo resuelto en la sentencia C-379 de 2016. Y lo hizo siguiendo la tradición del tribunal, esto es, sin entorpecer los propósitos expresos que materializan la voluntad política en un momento dado. Como cuando le dio paso a la reelección de Álvaro Uribe.
Para hacerlo, la Corte ignoró las normas constitucionales que dicen que el Presidente es Jefe del Estado y que le asigna las decisiones sobre la guerra y la paz. Si las hubiera atendido el plebiscito habría muerto o se habría reducido a una consulta no vinculante, despojándolo de todo interés y toda tensión, y condenándolo a ser un ejercicio inocuo. Prefirió resaltar el principio de la división de poderes y con ello les dio espacio y tiempo a los partidos políticos, y se los dio a sí misma, para seguir interviniendo en el futuro sobre el curso de la implementación de los acuerdos.
Concentró toda la responsabilidad por el acuerdo en el Ejecutivo, no solo en el presidente Santos sino en sus sucesores: “El Gobierno Nacional, con independencia de quien sea el mandatario, ejerce un poder cuyo único titular es el pueblo; por tanto, debe atenerse a lo resuelto en la consulta plebiscitaria”, dijo la Presidente de la Corte (“Sea cual sea el gobierno, debe acatar mandato del plebiscito”, El Tiempo, 24.07.16). Un enredo, pues los ciudadanos también elegirán al próximo presidente y, probablemente, con más votos que el que puede obtener el “Sí”.
El país terminó metido en este vericueto porque las Farc tienen una desconfianza absoluta en el sistema político –algo contradictorio con su decisión de reincorporarse a la vida civil– y porque los funcionarios del gobierno consideraron necesario abundar en previsiones frente a las dudas de la comunidad justiciera internacional. Lo único cierto es que no existen blindajes jurídicos y que tal idea proviene del talante barroco y legalista que perdura entre nosotros. (Nadie ha caído en cuenta que la palabra blindaje muestra cómo el léxico militar sigue impregnando nuestra vida.)
Las únicas garantías ciertas provienen del ejercicio de la política. Para empezar, es importante un acuerdo con la oposición. Santos le mandó una carta a Uribe el pasado 10 de julio que no tiene respaldo en una línea de conducta y Uribe se ha olvidado del largo plazo, en contra de consejos como el de Plinio Mendoza de que se concentre en el 2018 (“Hay que doblar la página”, El Tiempo, 30.06.16). Pero lo crucial es que el próximo presidente, y la sociedad toda, muestren un compromiso serio con las implicaciones del acuerdo de La Habana.
El Colombiano, 31 de julio
Para hacerlo, la Corte ignoró las normas constitucionales que dicen que el Presidente es Jefe del Estado y que le asigna las decisiones sobre la guerra y la paz. Si las hubiera atendido el plebiscito habría muerto o se habría reducido a una consulta no vinculante, despojándolo de todo interés y toda tensión, y condenándolo a ser un ejercicio inocuo. Prefirió resaltar el principio de la división de poderes y con ello les dio espacio y tiempo a los partidos políticos, y se los dio a sí misma, para seguir interviniendo en el futuro sobre el curso de la implementación de los acuerdos.
Concentró toda la responsabilidad por el acuerdo en el Ejecutivo, no solo en el presidente Santos sino en sus sucesores: “El Gobierno Nacional, con independencia de quien sea el mandatario, ejerce un poder cuyo único titular es el pueblo; por tanto, debe atenerse a lo resuelto en la consulta plebiscitaria”, dijo la Presidente de la Corte (“Sea cual sea el gobierno, debe acatar mandato del plebiscito”, El Tiempo, 24.07.16). Un enredo, pues los ciudadanos también elegirán al próximo presidente y, probablemente, con más votos que el que puede obtener el “Sí”.
El país terminó metido en este vericueto porque las Farc tienen una desconfianza absoluta en el sistema político –algo contradictorio con su decisión de reincorporarse a la vida civil– y porque los funcionarios del gobierno consideraron necesario abundar en previsiones frente a las dudas de la comunidad justiciera internacional. Lo único cierto es que no existen blindajes jurídicos y que tal idea proviene del talante barroco y legalista que perdura entre nosotros. (Nadie ha caído en cuenta que la palabra blindaje muestra cómo el léxico militar sigue impregnando nuestra vida.)
Las únicas garantías ciertas provienen del ejercicio de la política. Para empezar, es importante un acuerdo con la oposición. Santos le mandó una carta a Uribe el pasado 10 de julio que no tiene respaldo en una línea de conducta y Uribe se ha olvidado del largo plazo, en contra de consejos como el de Plinio Mendoza de que se concentre en el 2018 (“Hay que doblar la página”, El Tiempo, 30.06.16). Pero lo crucial es que el próximo presidente, y la sociedad toda, muestren un compromiso serio con las implicaciones del acuerdo de La Habana.
El Colombiano, 31 de julio
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