Este diario publicó hace poco un reportaje sobre las iniciativas de la alcaldía de Medellín para la recuperación del centro de la ciudad. El periodista Gustavo Ospina vertió en su trabajo el especial consejo de una señora que vende minutos en el Parque de Berrío para mejorar la seguridad en la ciudad: “que los policías hablen menos por celular”, dijo entre otras cosas (“Al Centro le llegó su hora”, El Colombiano, 24.04.16).
Debo decir que en más de diez años de estar inmerso en debates sobre seguridad ciudadana, en diversas latitudes, nunca había escuchado nada parecido. Pero doña Zoila (seudónimo atribuido por el periodista) no está loca. Un estudio recientemente citado por Time indicó que los accidentes viales se habían incrementado debido al descenso en los precios de la gasolina y al uso masivo de teléfonos por parte de los conductores. Nadie ha hecho los cálculos de cuánto se pierde por productividad gracias a la obsesión comunicativa propiciada por las facilidades que brindan los dispositivos móviles. Lo único, para Colombia, es que la Corte Constitucional –que dizque todo lo sabe– ya se pronunció contra la intención de algún empleador de regular el uso de los aparatos por parte de los empleados. Nadie sabe cuántas amistades y otros lazos se han desbaratado porque del otro lo único que existe son el bulto y dos pulgares machacantes.
Hace más de 130 años, el geógrafo alemán Alfred Hettner (1859-1941) pasó por Colombia y dejó testimonio de sus impresiones –en este caso bogotanas (Viaje por los Andes colombianos). En algunos párrafos se expresa con ironía sobre gente que no parece ir a ninguna parte, solo hacer corrillos para charlar; en otros se despacha con ira por la demora que supone hacer cualquier transacción, siempre mediada por intercambios verbales largos e inoficiosos. El rasgo es viejo; lo nuevo es la tecnología y la ubicuidad.
El intelectual colombiano Nicolás Buenaventura escribió un libro sobre la importancia de la comunicación interpersonal para la constitución del tejido social (La importancia de hablar mierda, Apertura, 1993). Pero desde Esopo la humanidad sabe que la lengua es, a la vez, lo mejor y lo peor que hay en el mundo. El diálogo, la comunicación, la conversación, per se, no tienen el poder taumatúrgico que tantos charlatanes suelen atribuirles. Abunda la cháchara. Es frecuente que cuando dos personas hablan el único resultado sea dos monólogos. Y que en reuniones y conferencias medren las deposiciones y escaseen las exposiciones.
En el mundo académico está probado que hablar largo es fácil y que lo arduo y notable es hablar corto. Para hablar corto hay que saber; perorar con profusión lo hace cualquiera. En la vida diaria sabemos que muchas veces –Beckett dixit– nada comunica mejor que el silencio. Y la sabiduría enseña que la brevedad perdura: morales, proverbios, aforismos.
El Colombiano, 1 de mayo
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