El Leicester City acaba de coronarse campeón de la liga de fútbol más atractiva, entretenida y vista del mundo, ahorrándonos dos fines de semana de angustia (insoportable otro partido como contra el West Ham o el de los Spurs en Chelsea). Se realizó así el sueño de todos los aficionados del mundo, excepto los del Tottenham Hotspur y uno que otro lucido. Antes de cumplirse se prodigaron columnas de opinión, reportajes, crónicas y entrevistas que destacaron lo inusual del acontecimiento y acudieron a metáforas de milagros, cuentos de hadas y redención de pobres.
No falta razón para ello. Según las estadísticas norteñas, en ninguna competencia deportiva se había llegado al parámetro de cinco mil a uno en las apuestas (el anterior había sido mil a uno, del equipo olímpico de hockey de Estados Unidos). Las historias son aún más deslumbrantes que los números. Desde James Vardy, que corría en el entretiempo de sus partidos de cuarta división para cumplir horario en una fábrica, hasta Claudio Ranieri, quien llegó a la vejez después de dirigir los clubes más grandes y adinerados de Europa sin ganar un torneo importante.
Pero la enseñanza esencial de la hazaña del Leicester es otra distinta a la de Cenicienta. El equipo de los zorros azules juega con aplicación pero sin belleza, con táctica pero sin mucha técnica (excepto Kante y Mahrez, quizás), con entrega pero sin brillo. No se trata de la revelación de un bello secreto bien guardado y es improbable que repita su logro en cualquier competencia en el futuro cercano. La lección que yo quiero extraer de esta noticia coincide con la fecha de la consagración: el día del trabajo.
Es cuestión de disciplina y entrenamiento. Se puede lograr sin talentos estelares pero con oficio, sin pedigrí pero con experiencia. Para obtener un logro tan sobresaliente, empero, el trabajo duro no basta (esa es otra fábula): se necesita algo de suerte, competencia abierta, gestión deficiente de los adversarios, grandes dosis de fe y solidaridad. Una nómina corta como la del Leicester pudo superar un torneo largo y pesado gracias a que no tuvo lesiones notables, sus rivales se desmoronaron por sus propios errores y ellos crecieron en confianza.
Es difícil que el trabajo persistente y bien hecho lleve a alguien a realizar una hazaña como estas o a romper probabilidades de una en varios miles. Las historias edificantes de los grandes emprendedores están llenas de trabajo pero sobre todo de ingenio, sentido de la oportunidad y mucho respaldo. Pero sin el trabajo persistente y sencillo es imposible una vida decente, sin carencias básicas, con sentido de la dignidad. Y el objeto de las instituciones sociales –públicas y privadas– es garantizar que el trabajo honesto tenga su recompensa, protegerlo ante las calamidades y crearle un ambiente propicio para que sea gratificante.
El Colombiano, 8 de mayo
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