Para los adolescentes setenteros en Colombia el rock fue un paquete completo que recibimos como una bendición. Un mundo que nos habilitó para una pertenencia contracultural, moderna y cosmopolita. Para nosotros no importaban las grietas que hicieron que el rock dejara de ser algo monolítico después de que Elvis se hundiera. Carecía de interés entender las diferencias entra la rebeldía sicodélica (Grateful Dead), la glamorosa (Velvet Underground), la militante (Nina Simone), la marginal (Johnny Cash). No veíamos incompatibilidades entre The Beatles y The Rolling Stones: eran solo las dos cabezas del monstruo que nos engulló (a algunos los escupió poco después).
No era lo mismo en el Norte. El hipismo se convirtió en la némesis de lo que sería el punk, los experimentales se opusieron a los herederos del blues, el funk vinagró la dulzura del soul… y los Stones se convirtieron en el lado oscuro de los cuatro fabulosos: las mamás adoraban a los Beatles mientras se les preguntaba si eran capaces de dejar salir a sus hijas con un Stone. Después llegaron Altamont y las emboscadas de la policía y la prensa sensacionalista contra Jagger y Richards; mientras que la reina convertía a Paul McCartney en caballero y Mark Chapman hacía de Lennon un mártir. Las diferencias culturales se hicieron cada vez más grandes; cualquier paisano se podía arrimar al rock advirtiendo que solo lo hacía al rock de los chicos de Liverpool.
La tensión juvenil y la antipatía callejeras alrededor de las dos bandas británicas tuvieron su baño teórico en un libro titulado “La música del hombre”. Su autor es Yehudi Menuhin (1916-1999), uno de los grandes violinistas de la historia. Menuhin –hablo con mi recuerdo después de 30 años– termina el libro con un capítulo sobre la música popular en el que lleva a los Beatles al cielo y condena la música de los Stones. Se trató de la introducción del maniqueísmo en la cultura juvenil. Como si fuera una profecía, después Hey Jude empezó a escucharse en las misas, Yesterday como trasfondo de mensajes de autoayuda y Eleanor Rigby como ambientador de consultorios. Y Paul se afianzó como el niño bueno del mundo pop: el que se comporta bien, no dice groserías, no hace chistes (porque todo chiste es discriminatorio y demandable), no hace comentarios sobre política, religión o fútbol.
The Beatles llegaron a ser, sin quererlo, el símbolo de la ñoñería contemporánea, el lenguaje correcto, la cortesía victoriana y el disimulo potenciado. Y el mundo del rock se fue quedando poco a poco con los Stones, hasta que en el siglo XXI Keith Richards ha pasado a ocupar un lugar análogo, aunque menor, al que había dejado vacante Elvis Presley. La lagartería evidente durante el paso de Mick y sus compañeros por Colombia es un triunfo para sus satánicas majestades.
El Colombiano, 20 de marzo
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