A mi vista, fue Martin Scorsese quien hizo énfasis en la idea de saber terminar. En 1976 se consagró a la tarea de documentar el concierto de despedida de The Band haciendo, en paralelo, un reportaje que exponía las reflexiones de los miembros del grupo que decidieron dar por terminada una tarea exitosa. La idea de parar con plenitud de fuerzas, en medio del reconocimiento general y con múltiples proyectos por delante, me pareció especial. La película se titula The Last Waltz.
Supe después de otros ejemplos: Gioachino Rossini (1792-1868) que dejó en los márgenes su excelente carrera musical y se dedicó a la gastronomía, de Arthur Rimbaud (1854-1891) que abandonó la poesía en plena juventud para dedicarse al comercio y los viajes, de Juan Rulfo (1917-1986) que escapó a la euforia de la literatura continental y se sumergió en la fotografía. Parece que al artista le es perdonable su perseverancia más allá del pudor porque se le atribuye a la vocación, pero no hay actividad digna en la que la vocación no tenga alguna cabida.
Cada tanto, al político se le reprocha su impulso incontinente. En el siglo XIX Santander y San Martín fueron tipos raros. Un amigo argentino identificó halos de santidad en San Martín por su renuncia al Perú, al poder en su patria y su exilio voluntario en Europa, y a fe que comparado con Bolívar podría serlo. Deng Xiaoping (1904-1997), que dejó el poder y lo repartió entre la nueva generación, luce sensato al lado de Mao que perdió la cordura y se mantuvo en su silla. Benedicto XVI dejó una marca en la Iglesia que será reconocida en el futuro, y todo gracias a una renuncia inconcebible.
“Es infinitamente más fácil incrementar el movimiento que lograr detenerlo”, escribió Hans Blumemberg (El hombre de la luna, Pre-textos, 2010). Hay que saber ver. Ver cuando se agota un ciclo, cuando se torna imperativo cambiar de medio de expresión, cuando la repetición frena el aprendizaje propio y el desarrollo ajeno. Hay que tener valor para dejar a un lado las destrezas acumuladas y volver a empezar de cero, como novato, una etapa, un ejercicio, que se quiere y que se ignora. Y voluntad, porque seguir caminando sobre la ruta trazada es ya pura inercia.
En nuestro tiempo se le atribuyen méritos al reflejo de aferrarse, pero el afán de aferrarse es una dotación natural. El bebé nace y se nutre con las manos empuñadas. La fatiga de la cultura es aprender a soltar, a zafarse del instinto, de la herencia, de los caminos sabidos y hechos, de los modos recibidos de ver y vivir la vida. Saber terminar es expresión de la prudencia pero, ante todo, ejercicio de la libertad. Saber terminar es aprender a morir un poco y esforzarse por resucitar de otro modo.
miércoles, 30 de marzo de 2016
lunes, 28 de marzo de 2016
Voluntad sin confianza
Hasta hoy, la mayoría de los analistas políticos del país hemos coincidido en la certeza de que las negociaciones entre el Gobierno nacional y las Farc habrán de culminar con un acuerdo. Esa convicción proviene de la identificación de factores objetivos, tanto internos como externos, y de factores subjetivos.
Los factores objetivos han sido el balance estratégico de fuerzas a favor del Estado, el desprestigio y la ineficacia de la lucha armada, la ilegitimidad de la guerrilla, el abrazo de la democracia por parte de la izquierda latinoamericana, el consenso internacional contra el terrorismo y la rebeldía armada. En fechas recientes, la crisis de los gobiernos del socialismo del siglo XXI. Los factores subjetivos se concentran en la voluntad de las partes de finiquitar el acuerdo; una voluntad reforzada porque las Farc no tienen otra alternativa y el Gobierno la tiene pero no quiere ni pensarla.
Lo que va corrido del 2016 ha mostrado que las Farc –congruente con la evidencia de 50 años– son muy intransigentes cuando de hacer concesiones se trata. Las negociaciones trascurrieron muy rápido cuando se abordaron los temas de la agenda en los que quien daba era el Gobierno: tres acuerdos en menos de dos años. Cuando empezaron los temas en los que las Farc tenían que dar, la negociación se ralentizó. El acuerdo sobre víctimas se demoró año y medio. Ahora que se discute el fin del conflicto, las Farc vuelven a enredar la pita.
Hay que recordarle a medio mundo que las Farc tuvieron siempre dos planes: el plan A tomarse el poder y el plan B dominar una parte del territorio nacional. El plan A fracasó. Da la impresión de que en la Mesa de Diálogos quieren sacar adelante alguna forma del plan B. Su concepción de los llamados “territorios de paz” implica menoscabar la soberanía del Estado, perpetuar el control sobre su militancia e imponer un dominio privado sobre las comunidades de esas zonas, mantener la vigencia de su proyecto armado y hacer política en todo el país con los fusiles como respaldo.
El pulso que se está dando hoy en Cuba demuestra que las Farc carecen todavía de un elemento crucial para que el acuerdo sea posible: confianza. Cuando un acuerdo de paz se da entre dos entes soberanos, la voluntad basta. Cuando se trata de un acuerdo entre un grupo rebelde y el gobierno de un país no, porque este acuerdo siempre tiene que terminar con la reintegración de ese grupo a la sociedad mayor. Además de voluntad, esto necesita confianza.
La sintaxis sobrecargada de los acuerdos, sus vericuetos normativos, la red de instituciones que figuran allí, demuestran la profunda desconfianza de las Farc en la sociedad colombiana y su sistema político. Si, además, quieren mantener una insurgencia latente como presunta salvaguarda pueden acabar con el proceso.
El Colombiano, 27 de marzo
Los factores objetivos han sido el balance estratégico de fuerzas a favor del Estado, el desprestigio y la ineficacia de la lucha armada, la ilegitimidad de la guerrilla, el abrazo de la democracia por parte de la izquierda latinoamericana, el consenso internacional contra el terrorismo y la rebeldía armada. En fechas recientes, la crisis de los gobiernos del socialismo del siglo XXI. Los factores subjetivos se concentran en la voluntad de las partes de finiquitar el acuerdo; una voluntad reforzada porque las Farc no tienen otra alternativa y el Gobierno la tiene pero no quiere ni pensarla.
Lo que va corrido del 2016 ha mostrado que las Farc –congruente con la evidencia de 50 años– son muy intransigentes cuando de hacer concesiones se trata. Las negociaciones trascurrieron muy rápido cuando se abordaron los temas de la agenda en los que quien daba era el Gobierno: tres acuerdos en menos de dos años. Cuando empezaron los temas en los que las Farc tenían que dar, la negociación se ralentizó. El acuerdo sobre víctimas se demoró año y medio. Ahora que se discute el fin del conflicto, las Farc vuelven a enredar la pita.
Hay que recordarle a medio mundo que las Farc tuvieron siempre dos planes: el plan A tomarse el poder y el plan B dominar una parte del territorio nacional. El plan A fracasó. Da la impresión de que en la Mesa de Diálogos quieren sacar adelante alguna forma del plan B. Su concepción de los llamados “territorios de paz” implica menoscabar la soberanía del Estado, perpetuar el control sobre su militancia e imponer un dominio privado sobre las comunidades de esas zonas, mantener la vigencia de su proyecto armado y hacer política en todo el país con los fusiles como respaldo.
El pulso que se está dando hoy en Cuba demuestra que las Farc carecen todavía de un elemento crucial para que el acuerdo sea posible: confianza. Cuando un acuerdo de paz se da entre dos entes soberanos, la voluntad basta. Cuando se trata de un acuerdo entre un grupo rebelde y el gobierno de un país no, porque este acuerdo siempre tiene que terminar con la reintegración de ese grupo a la sociedad mayor. Además de voluntad, esto necesita confianza.
La sintaxis sobrecargada de los acuerdos, sus vericuetos normativos, la red de instituciones que figuran allí, demuestran la profunda desconfianza de las Farc en la sociedad colombiana y su sistema político. Si, además, quieren mantener una insurgencia latente como presunta salvaguarda pueden acabar con el proceso.
El Colombiano, 27 de marzo
lunes, 21 de marzo de 2016
Los Stones y la ortodoxia hodierna
Para los adolescentes setenteros en Colombia el rock fue un paquete completo que recibimos como una bendición. Un mundo que nos habilitó para una pertenencia contracultural, moderna y cosmopolita. Para nosotros no importaban las grietas que hicieron que el rock dejara de ser algo monolítico después de que Elvis se hundiera. Carecía de interés entender las diferencias entra la rebeldía sicodélica (Grateful Dead), la glamorosa (Velvet Underground), la militante (Nina Simone), la marginal (Johnny Cash). No veíamos incompatibilidades entre The Beatles y The Rolling Stones: eran solo las dos cabezas del monstruo que nos engulló (a algunos los escupió poco después).
No era lo mismo en el Norte. El hipismo se convirtió en la némesis de lo que sería el punk, los experimentales se opusieron a los herederos del blues, el funk vinagró la dulzura del soul… y los Stones se convirtieron en el lado oscuro de los cuatro fabulosos: las mamás adoraban a los Beatles mientras se les preguntaba si eran capaces de dejar salir a sus hijas con un Stone. Después llegaron Altamont y las emboscadas de la policía y la prensa sensacionalista contra Jagger y Richards; mientras que la reina convertía a Paul McCartney en caballero y Mark Chapman hacía de Lennon un mártir. Las diferencias culturales se hicieron cada vez más grandes; cualquier paisano se podía arrimar al rock advirtiendo que solo lo hacía al rock de los chicos de Liverpool.
La tensión juvenil y la antipatía callejeras alrededor de las dos bandas británicas tuvieron su baño teórico en un libro titulado “La música del hombre”. Su autor es Yehudi Menuhin (1916-1999), uno de los grandes violinistas de la historia. Menuhin –hablo con mi recuerdo después de 30 años– termina el libro con un capítulo sobre la música popular en el que lleva a los Beatles al cielo y condena la música de los Stones. Se trató de la introducción del maniqueísmo en la cultura juvenil. Como si fuera una profecía, después Hey Jude empezó a escucharse en las misas, Yesterday como trasfondo de mensajes de autoayuda y Eleanor Rigby como ambientador de consultorios. Y Paul se afianzó como el niño bueno del mundo pop: el que se comporta bien, no dice groserías, no hace chistes (porque todo chiste es discriminatorio y demandable), no hace comentarios sobre política, religión o fútbol.
The Beatles llegaron a ser, sin quererlo, el símbolo de la ñoñería contemporánea, el lenguaje correcto, la cortesía victoriana y el disimulo potenciado. Y el mundo del rock se fue quedando poco a poco con los Stones, hasta que en el siglo XXI Keith Richards ha pasado a ocupar un lugar análogo, aunque menor, al que había dejado vacante Elvis Presley. La lagartería evidente durante el paso de Mick y sus compañeros por Colombia es un triunfo para sus satánicas majestades.
El Colombiano, 20 de marzo
No era lo mismo en el Norte. El hipismo se convirtió en la némesis de lo que sería el punk, los experimentales se opusieron a los herederos del blues, el funk vinagró la dulzura del soul… y los Stones se convirtieron en el lado oscuro de los cuatro fabulosos: las mamás adoraban a los Beatles mientras se les preguntaba si eran capaces de dejar salir a sus hijas con un Stone. Después llegaron Altamont y las emboscadas de la policía y la prensa sensacionalista contra Jagger y Richards; mientras que la reina convertía a Paul McCartney en caballero y Mark Chapman hacía de Lennon un mártir. Las diferencias culturales se hicieron cada vez más grandes; cualquier paisano se podía arrimar al rock advirtiendo que solo lo hacía al rock de los chicos de Liverpool.
La tensión juvenil y la antipatía callejeras alrededor de las dos bandas británicas tuvieron su baño teórico en un libro titulado “La música del hombre”. Su autor es Yehudi Menuhin (1916-1999), uno de los grandes violinistas de la historia. Menuhin –hablo con mi recuerdo después de 30 años– termina el libro con un capítulo sobre la música popular en el que lleva a los Beatles al cielo y condena la música de los Stones. Se trató de la introducción del maniqueísmo en la cultura juvenil. Como si fuera una profecía, después Hey Jude empezó a escucharse en las misas, Yesterday como trasfondo de mensajes de autoayuda y Eleanor Rigby como ambientador de consultorios. Y Paul se afianzó como el niño bueno del mundo pop: el que se comporta bien, no dice groserías, no hace chistes (porque todo chiste es discriminatorio y demandable), no hace comentarios sobre política, religión o fútbol.
The Beatles llegaron a ser, sin quererlo, el símbolo de la ñoñería contemporánea, el lenguaje correcto, la cortesía victoriana y el disimulo potenciado. Y el mundo del rock se fue quedando poco a poco con los Stones, hasta que en el siglo XXI Keith Richards ha pasado a ocupar un lugar análogo, aunque menor, al que había dejado vacante Elvis Presley. La lagartería evidente durante el paso de Mick y sus compañeros por Colombia es un triunfo para sus satánicas majestades.
El Colombiano, 20 de marzo
lunes, 14 de marzo de 2016
La paz no es de Santos
La paz no es de Santos. Nunca lo ha sido ni lo podría ser por más que durante seis años haya actuado como si lo fuera, obnubilado por el apoyo internacional y la adulación del círculo duro, aristocrático y lanudo, como decía García Márquez, que a veces lo perjudica antes que ayudarlo. Al cabo de 67 meses, el Presidente accedió a decir que “la paz no es mía” (“Santos abre la posibilidad de firmar acuerdo con las Farc en otra fecha”, El Colombiano, 09.03.16).
La paz no es de Santos porque la cultura nacional ha sido pactista: aquí se dispara y se negocia, y el orden de estos factores suele ser muy variable. Desde 1982 hemos tenido 18 negociaciones con grupos armados en Colombia, sin contar los arreglos vergonzantes con el narcotráfico. Negociaciones ideadas por presidentes conservadores y liberales, por hombres de partido y líderes solitarios, con criterios claros y sin ellos, con palomas y con manos firmes, aquí en la selva y en el exterior, con poco o mucho apoyo de las élites o de la ciudadanía.
La paz no es de Santos porque la actual negociación con las Farc no empezó en agosto del 2012 o, en todo caso, no en este gobierno. Lo que estamos viendo en La Habana, es la cuarta fase de una brega diplomática que empezó en 1982 con Belisario Betancur y tiene historias, protagonistas, modelos, referidos al uso con recursos toponímicos: La Uribe, Caracas y Tlaxcala, El Caguán, La Habana. Varios de los negociadores sentados hoy en la Mesa de Diálogos estuvieron en algunas de esas etapas, en la mesa, detrás o en otra parte del engranaje de las dos partes.
La paz no es de Santos porque el asentimiento de las Farc a sentarse en Cuba, tiene su explicación en la reestructuración del Ejército nacional y el Plan Colombia, iniciados en la administración de Andrés Pastrana y en la estrategia llevada a cabo por Álvaro Uribe. La negociación era el corolario indispensable de aquellos procesos. Como dijo hace tres años y medio Francisco Santos –con la franqueza que lo caracteriza como persona y lo perjudica como político– “Uribe hubiera firmado un acuerdo como este” (Semana, 08.09.12).
Ni de Santos ni de los expresidentes, ni de los negociadores de 35 años. Hay mucha gente, muchas organizaciones, muchos individuos que le han metido el hombro a la tarea de la paz, con malos y buenos argumentos, en momentos inoportunos y propicios. Esto que llamamos paz y que realmente es un acuerdo para la reintegración de las Farc a la comunidad política tiene muchos contribuyentes. Hubiera sido bueno que desde el primer día Santos hubiera reconocido que la paz no era de él, al menos no de él solo. Por eso sería feo un Nobel para dos tipos.
El Colombiano, 13 de marzo
La paz no es de Santos porque la cultura nacional ha sido pactista: aquí se dispara y se negocia, y el orden de estos factores suele ser muy variable. Desde 1982 hemos tenido 18 negociaciones con grupos armados en Colombia, sin contar los arreglos vergonzantes con el narcotráfico. Negociaciones ideadas por presidentes conservadores y liberales, por hombres de partido y líderes solitarios, con criterios claros y sin ellos, con palomas y con manos firmes, aquí en la selva y en el exterior, con poco o mucho apoyo de las élites o de la ciudadanía.
La paz no es de Santos porque la actual negociación con las Farc no empezó en agosto del 2012 o, en todo caso, no en este gobierno. Lo que estamos viendo en La Habana, es la cuarta fase de una brega diplomática que empezó en 1982 con Belisario Betancur y tiene historias, protagonistas, modelos, referidos al uso con recursos toponímicos: La Uribe, Caracas y Tlaxcala, El Caguán, La Habana. Varios de los negociadores sentados hoy en la Mesa de Diálogos estuvieron en algunas de esas etapas, en la mesa, detrás o en otra parte del engranaje de las dos partes.
La paz no es de Santos porque el asentimiento de las Farc a sentarse en Cuba, tiene su explicación en la reestructuración del Ejército nacional y el Plan Colombia, iniciados en la administración de Andrés Pastrana y en la estrategia llevada a cabo por Álvaro Uribe. La negociación era el corolario indispensable de aquellos procesos. Como dijo hace tres años y medio Francisco Santos –con la franqueza que lo caracteriza como persona y lo perjudica como político– “Uribe hubiera firmado un acuerdo como este” (Semana, 08.09.12).
Ni de Santos ni de los expresidentes, ni de los negociadores de 35 años. Hay mucha gente, muchas organizaciones, muchos individuos que le han metido el hombro a la tarea de la paz, con malos y buenos argumentos, en momentos inoportunos y propicios. Esto que llamamos paz y que realmente es un acuerdo para la reintegración de las Farc a la comunidad política tiene muchos contribuyentes. Hubiera sido bueno que desde el primer día Santos hubiera reconocido que la paz no era de él, al menos no de él solo. Por eso sería feo un Nobel para dos tipos.
El Colombiano, 13 de marzo
lunes, 7 de marzo de 2016
Acuerdo sobre drogas ilícitas
Tal vez el más coherente y sobrio de los cuatro documentos que se conocen de las negociaciones que se llevan a cabo entre el gobierno nacional y las Farc sea el correspondiente al punto cuatro de la agenda, llamado “Solución al problema de las drogas ilícitas”. Son 24 páginas, de las cuales dos terceras partes están dedicadas al programa de sustitución de cultivos ilícitos, y el resto se reparten entre una sección dedicada al asunto del consumo de drogas y salud pública, y otra al de la producción y comercialización de narcóticos.
El acuerdo esboza una narrativa que no por razonable deja de ser nueva, especialmente cuando es suscrita por el gobierno y un grupo insurgente y puede proporcionar una visión alternativa sobre este problema, el principal del país en las últimas cuatro décadas. Que los cultivos ilícitos están asociados a la débil presencia del Estado y a las condiciones de marginalidad en la frontera agrícola, y que la producción de narcóticos ha generado poderosas organizaciones criminales, impulsado la corrupción institucional y financiado el conflicto armado interno.
El acuerdo sustituye la política antidrogas costosa, ineficaz y contraproducente que ha mantenido Colombia desde hace 30 años, y que ha tenido como único dispositivo la represión por igual a cultivadores, traficantes y consumidores. Tal desatino no tiene parangón en países cercanos como Perú y Bolivia, o lejanos como Afganistán. Se supone que el nuevo programa de sustitución de cultivos cambia la estrategia frente a los campesinos cocaleros, buscará que en un lapso de dos años puedan acogerse voluntariamente a la nueva estrategia, luego de los cuales el Estado podrá intervenir coactivamente.
También procurará un enfoque de salud pública frente al consumo de narcóticos, tema en el que la sociedad anda más rezagada aún que el Estado. La sincronización de las políticas públicas con la tendencia internacional se ha visto entorpecida por la actitud intolerante de un amplio sector de la sociedad que ha conducido a que la policía concentre sus mayores esfuerzos en atacar jíbaros y consumidores, antes que en la protección de la vida y la integridad de la ciudadanía.
La última sección es la más declarativa y la que tiene menos dientes. Aborda el asunto del narcotráfico como empresa criminal. Son cinco páginas en la que saltan asuntos habituales como lavado de activos, extinción de dominio, control de insumos y operaciones financieras y, en general, la lucha contra el crimen organizado. Incluye, además, un numeral que invoca la lucha contra la corrupción. Pero mientras esto no se traduzca en cambios normativos e institucionales, y cuente con una mayor voluntad política, las probabilidades de resultados notables serán bajas. No sobra decir que si el país abocara con firmeza la corrupción y el lavado de activos, la financiación de los acuerdos –un dolor de cabeza– quedaría garantizada.
El Colombiano, 6 de marzo
El acuerdo esboza una narrativa que no por razonable deja de ser nueva, especialmente cuando es suscrita por el gobierno y un grupo insurgente y puede proporcionar una visión alternativa sobre este problema, el principal del país en las últimas cuatro décadas. Que los cultivos ilícitos están asociados a la débil presencia del Estado y a las condiciones de marginalidad en la frontera agrícola, y que la producción de narcóticos ha generado poderosas organizaciones criminales, impulsado la corrupción institucional y financiado el conflicto armado interno.
El acuerdo sustituye la política antidrogas costosa, ineficaz y contraproducente que ha mantenido Colombia desde hace 30 años, y que ha tenido como único dispositivo la represión por igual a cultivadores, traficantes y consumidores. Tal desatino no tiene parangón en países cercanos como Perú y Bolivia, o lejanos como Afganistán. Se supone que el nuevo programa de sustitución de cultivos cambia la estrategia frente a los campesinos cocaleros, buscará que en un lapso de dos años puedan acogerse voluntariamente a la nueva estrategia, luego de los cuales el Estado podrá intervenir coactivamente.
También procurará un enfoque de salud pública frente al consumo de narcóticos, tema en el que la sociedad anda más rezagada aún que el Estado. La sincronización de las políticas públicas con la tendencia internacional se ha visto entorpecida por la actitud intolerante de un amplio sector de la sociedad que ha conducido a que la policía concentre sus mayores esfuerzos en atacar jíbaros y consumidores, antes que en la protección de la vida y la integridad de la ciudadanía.
La última sección es la más declarativa y la que tiene menos dientes. Aborda el asunto del narcotráfico como empresa criminal. Son cinco páginas en la que saltan asuntos habituales como lavado de activos, extinción de dominio, control de insumos y operaciones financieras y, en general, la lucha contra el crimen organizado. Incluye, además, un numeral que invoca la lucha contra la corrupción. Pero mientras esto no se traduzca en cambios normativos e institucionales, y cuente con una mayor voluntad política, las probabilidades de resultados notables serán bajas. No sobra decir que si el país abocara con firmeza la corrupción y el lavado de activos, la financiación de los acuerdos –un dolor de cabeza– quedaría garantizada.
El Colombiano, 6 de marzo
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