Hace más de 20 meses se firmó en La Habana el acuerdo nombrado Hacia un nuevo campo colombiano: reforma rural integral. Las noticias del acuerdo y la difusión posterior del texto fueron recibidos en medio de lamentaciones y diatribas que dieron visos alternos de prisa, ignorancia y mala fe. Se daba entender, unas veces, que tal compromiso entrañaba políticas incompatibles con la imagen que tenemos de la economía colombiana o que, otras, podría desatar consecuencias indeseables para el desarrollo del país. Nada de eso es cierto.
El acuerdo agrario parte de reconocer que el desarrollo rural “es determinante para impulsar la integración de las regiones y el desarrollo social y económico equitativo del país” y se propone “sentar las bases para la trasformación estructural del campo” y crear “condiciones de bienestar para la población rural” (p. 1). El acuerdo propugna por una focalización en la que se le otorgará prioridad a las zonas y comunidades del país “más afectadas por la miseria, el abandono y el conflicto” (pp. 2-4).
El acuerdo se despliega en tres capítulos que hablan de acceso y uso de la propiedad rural, planes de desarrollo territorial y planes para eliminar la pobreza extrema en el campo y reducir a la mitad la pobreza en un lapso de diez años. Los ejes de cada uno de estos tres puntos son, respectivamente, la creación de un fondo de tierras para distribución gratuita y el diseño de mecanismos para la solución de conflictos en el campo, la promoción de la economía campesina y la habitual lista de compra que incluye vías, electricidad, vivienda, salud y educación.
Sin embargo, en mi opinión, el pivote de este acuerdo es el proceso de formalización de la propiedad rural, la actualización del catastro rural y la subsiguiente renovación del esquema de impuestos en el campo. Por tres razones: este proceso conjunto asegurará los derechos de propiedad y reducirá la probabilidad de conflictos por la tierra, pondrá al Estado con sus instituciones en el centro de la regulación de la actividad en el campo y servirá de base para el desarrollo del mercado en las regiones periféricas del país. Así que en contra de los miedos invocados, el acuerdo debería traer al país más propiedad, más mercado y más Estado.
El informe Colombia rural: razones para la esperanza (Pnud, 2011) y el Censo Nacional Agropecuario realizado en 2014 mostraron –si había dudas– la precaria situación del campesinado colombiano y la ineficiencia del estado de cosas que se fue configurando por cuenta del rentismo, la exclusión y la guerra. Las conclusiones de la Misión para la transformación del campo, que tuvo lugar en 2015, muestran un panorama más completo de los desafíos que tiene Colombia en el campo. Lo firmado en Cuba es una tarea pendiente del país, con Farc o sin ellas.
El Colombiano, 21 de febrero
No hay comentarios.:
Publicar un comentario