Hace algunos años el expresidente Álvaro Uribe se inventó la categoría “guerrillero vestido de civil”. Las polvaredas que desató tal expresión reflejaron los problemas y peligros que tenía el uso de la expresión. Identificar al guerrillero con el civil es desconocer una tradición que separa lo militar de lo político, borrar de un plumazo el derecho humanitario y señalar como enemigos –en medio de la guerra– a personas concretas que no eran combatientes. Ni más ni menos. Más de una década después, Alfredo Molano repite la fórmula hablando de “paramilitarismo civil”.
Molano puso así otra piedra en el edificio de la extrema izquierda al analizar los hechos del homenaje que algunas personas hicieron a Camilo Torres en Carmen de Chucurí; personas forasteras que se encontraron con una manifestación de rechazo de los pobladores de ese municipio. Ahí es cuando Molano se desgarra las vestiduras y sindica como “reorganización, por ahora civil, del paramilitarismo” a los miembros de una comunidad que expresan una opinión diferente a la suya (“El caso Yarima”, El Espectador, 20.02.16). El padre Francisco de Roux tiene otra visión: “No quise estar en la celebración de Patio Cemento, porque, después de haber vivido años en el Magdalena Medio, conozco el dolor y la rabia que guardan algunas comunidades de la cordillera de los Yariguíes contra la violencia de miembros del Eln” (“Memorias de Camilo”, El Tiempo, 24.02.16).
Imagínense ustedes en el futuro próximo a personajes públicos graduando de paramilitar a toda organización o movilización que no sea de izquierda; y al revés, de guerrillera a toda aquella que exprese un movimiento antisistema. Es un escenario indeseable de alta polarización y pugnacidad social, con el antecedente del uso habitual de la violencia para resolver disputas.
La posición de Molano hace parte de una seguidilla de artículos y comunicados de algunos académicos y muchos activistas que afirman que “existe una solución de continuidad” entre los paramilitares y las bandas criminales. Según la falacia de la continuidad, el hombre es mono y la vaca yerba. Ya el profesor Francisco Gutiérrez había dado una clase de epistemología mostrando los abusos del factor continuidad (“Patitos feos pero sensatos”, El Espectador, 14.01.16). Pero las posiciones políticas avasallan los valores académicos de ciertos intelectuales.
La resurrección conceptual del paramilitarismo tiene como consecuencia que se reconozca a las bandas criminales como parte del conflicto armado (no lo han sido) y que el Estado colombiano se dedique a diseñar una estrategia militar contra ellas, en lugar de la acción policial y judicial que muchos pedimos. Lo que está claro es que los teóricos de la reinvención paramilitar ya están buscando a los nuevos bárbaros, a los enemigos de la próxima guerra y sus columnas y comunicados son toque de tambores. No están pensando en la reconciliación. Amigos de la paz, se dicen.
El Colombiano, 28 de febrero.
lunes, 29 de febrero de 2016
lunes, 22 de febrero de 2016
Acuerdo sobre desarrollo rural
Hace más de 20 meses se firmó en La Habana el acuerdo nombrado Hacia un nuevo campo colombiano: reforma rural integral. Las noticias del acuerdo y la difusión posterior del texto fueron recibidos en medio de lamentaciones y diatribas que dieron visos alternos de prisa, ignorancia y mala fe. Se daba entender, unas veces, que tal compromiso entrañaba políticas incompatibles con la imagen que tenemos de la economía colombiana o que, otras, podría desatar consecuencias indeseables para el desarrollo del país. Nada de eso es cierto.
El acuerdo agrario parte de reconocer que el desarrollo rural “es determinante para impulsar la integración de las regiones y el desarrollo social y económico equitativo del país” y se propone “sentar las bases para la trasformación estructural del campo” y crear “condiciones de bienestar para la población rural” (p. 1). El acuerdo propugna por una focalización en la que se le otorgará prioridad a las zonas y comunidades del país “más afectadas por la miseria, el abandono y el conflicto” (pp. 2-4).
El acuerdo se despliega en tres capítulos que hablan de acceso y uso de la propiedad rural, planes de desarrollo territorial y planes para eliminar la pobreza extrema en el campo y reducir a la mitad la pobreza en un lapso de diez años. Los ejes de cada uno de estos tres puntos son, respectivamente, la creación de un fondo de tierras para distribución gratuita y el diseño de mecanismos para la solución de conflictos en el campo, la promoción de la economía campesina y la habitual lista de compra que incluye vías, electricidad, vivienda, salud y educación.
Sin embargo, en mi opinión, el pivote de este acuerdo es el proceso de formalización de la propiedad rural, la actualización del catastro rural y la subsiguiente renovación del esquema de impuestos en el campo. Por tres razones: este proceso conjunto asegurará los derechos de propiedad y reducirá la probabilidad de conflictos por la tierra, pondrá al Estado con sus instituciones en el centro de la regulación de la actividad en el campo y servirá de base para el desarrollo del mercado en las regiones periféricas del país. Así que en contra de los miedos invocados, el acuerdo debería traer al país más propiedad, más mercado y más Estado.
El informe Colombia rural: razones para la esperanza (Pnud, 2011) y el Censo Nacional Agropecuario realizado en 2014 mostraron –si había dudas– la precaria situación del campesinado colombiano y la ineficiencia del estado de cosas que se fue configurando por cuenta del rentismo, la exclusión y la guerra. Las conclusiones de la Misión para la transformación del campo, que tuvo lugar en 2015, muestran un panorama más completo de los desafíos que tiene Colombia en el campo. Lo firmado en Cuba es una tarea pendiente del país, con Farc o sin ellas.
El Colombiano, 21 de febrero
El acuerdo agrario parte de reconocer que el desarrollo rural “es determinante para impulsar la integración de las regiones y el desarrollo social y económico equitativo del país” y se propone “sentar las bases para la trasformación estructural del campo” y crear “condiciones de bienestar para la población rural” (p. 1). El acuerdo propugna por una focalización en la que se le otorgará prioridad a las zonas y comunidades del país “más afectadas por la miseria, el abandono y el conflicto” (pp. 2-4).
El acuerdo se despliega en tres capítulos que hablan de acceso y uso de la propiedad rural, planes de desarrollo territorial y planes para eliminar la pobreza extrema en el campo y reducir a la mitad la pobreza en un lapso de diez años. Los ejes de cada uno de estos tres puntos son, respectivamente, la creación de un fondo de tierras para distribución gratuita y el diseño de mecanismos para la solución de conflictos en el campo, la promoción de la economía campesina y la habitual lista de compra que incluye vías, electricidad, vivienda, salud y educación.
Sin embargo, en mi opinión, el pivote de este acuerdo es el proceso de formalización de la propiedad rural, la actualización del catastro rural y la subsiguiente renovación del esquema de impuestos en el campo. Por tres razones: este proceso conjunto asegurará los derechos de propiedad y reducirá la probabilidad de conflictos por la tierra, pondrá al Estado con sus instituciones en el centro de la regulación de la actividad en el campo y servirá de base para el desarrollo del mercado en las regiones periféricas del país. Así que en contra de los miedos invocados, el acuerdo debería traer al país más propiedad, más mercado y más Estado.
El informe Colombia rural: razones para la esperanza (Pnud, 2011) y el Censo Nacional Agropecuario realizado en 2014 mostraron –si había dudas– la precaria situación del campesinado colombiano y la ineficiencia del estado de cosas que se fue configurando por cuenta del rentismo, la exclusión y la guerra. Las conclusiones de la Misión para la transformación del campo, que tuvo lugar en 2015, muestran un panorama más completo de los desafíos que tiene Colombia en el campo. Lo firmado en Cuba es una tarea pendiente del país, con Farc o sin ellas.
El Colombiano, 21 de febrero
lunes, 15 de febrero de 2016
Hambre
Durante los primeros diez días de febrero aparecieron multitud de artículos y columnas sobre la visita de Thomas Piketty –autor de un libro aburridor y exitoso– a Colombia. El tema es la desigualdad, un problema que identificaron los griegos hace más de dos milenios, lo pusieron en movimiento los “niveladores” en el siglo XVII y se convirtió en lema moderno con la Revolución Francesa. Un tema importante cuyo retorno a la reflexión contemporánea se debe a John Rawls (1921-2002), no a Piketty.
En cambio, la muerte por hambre de los niños wayúu no ha merecido columnas (al menos en los tres periódicos y tres revistas que ojeo). Los libros de Martín Caparrós (El hambre, Planeta, 2013) y David Rieff (El oprobio del hambre, Taurus, 2016) no se venden ni se discuten tan bien. Esto tiene tres explicaciones: a diferencia de la desigualdad, el hambre no es discutible; la nutrición no es glamorosa como la igualdad; en Europa y Norteamérica (sacando a México) el hambre escasea, luego se puede hablar de otras cosas.
Vuelvo a Rawls. ¿Por qué no habla Rawls del hambre? Mi respuesta es porque la discusión sobre la equidad es propia de lo que él llama sociedades bien ordenadas; el hambre es un problema de sociedades que no son bien ordenadas y su reflexión pertenece a la teoría no ideal (perdón por el tecnicismo). Vayan y miren ustedes el mapa del Índice Global del Hambre (GHI) y verán que solo hay color en América Latina, África y Asia, con excepción de Corea del Sur y Japón.
Según el Instituto Nacional de Salud, en 2014 murieron 299 niños por hambre o razones asociadas, en 2015 fueron 260 y durante enero de 2016 murieron 11 menores de cinco años (www.ins.gov.co/boletin-epidemiologico). Los departamentos más afectados son La Guajira (14,6%), Cesar y Córdoba (6,5%) y Vichada con el 6,2%. El grupo más afectado es la población indígena que pone el 42,8 % de los niños muertos. Por supuesto, los que se mueren de hambre son los niños pobres: el 70,8% de las madres registran bajo o ningún nivel educativo y el 86,5% pertenecen al estrato socioeconómico uno.
Entre 128 países medidos, Colombia ocupó una mediocre posición 80 en GHI, con un 8.8% de la población con problemas nutricionales, en la mitad entre el >5 de Argentina y el 16.9 de Bolivia (no cuento a Haití). El balance colombiano es peor dado que aparecemos entre los 22 países que menos éxitos obtuvieron en la reducción del hambre (Global Hunger Index 2015, p. 15).
Que en La Guajira los amigos del vicepresidente de la República se roben la plata de las regalías, que el ejecutivo central carezca sistemáticamente de metas sociales ambiciosas, que a los colombianos nos guste tanto hablar de lo que no es urgente, pueden ser algunas explicaciones.
El Colombiano, 14 de febrero
En cambio, la muerte por hambre de los niños wayúu no ha merecido columnas (al menos en los tres periódicos y tres revistas que ojeo). Los libros de Martín Caparrós (El hambre, Planeta, 2013) y David Rieff (El oprobio del hambre, Taurus, 2016) no se venden ni se discuten tan bien. Esto tiene tres explicaciones: a diferencia de la desigualdad, el hambre no es discutible; la nutrición no es glamorosa como la igualdad; en Europa y Norteamérica (sacando a México) el hambre escasea, luego se puede hablar de otras cosas.
Vuelvo a Rawls. ¿Por qué no habla Rawls del hambre? Mi respuesta es porque la discusión sobre la equidad es propia de lo que él llama sociedades bien ordenadas; el hambre es un problema de sociedades que no son bien ordenadas y su reflexión pertenece a la teoría no ideal (perdón por el tecnicismo). Vayan y miren ustedes el mapa del Índice Global del Hambre (GHI) y verán que solo hay color en América Latina, África y Asia, con excepción de Corea del Sur y Japón.
Según el Instituto Nacional de Salud, en 2014 murieron 299 niños por hambre o razones asociadas, en 2015 fueron 260 y durante enero de 2016 murieron 11 menores de cinco años (www.ins.gov.co/boletin-epidemiologico). Los departamentos más afectados son La Guajira (14,6%), Cesar y Córdoba (6,5%) y Vichada con el 6,2%. El grupo más afectado es la población indígena que pone el 42,8 % de los niños muertos. Por supuesto, los que se mueren de hambre son los niños pobres: el 70,8% de las madres registran bajo o ningún nivel educativo y el 86,5% pertenecen al estrato socioeconómico uno.
Entre 128 países medidos, Colombia ocupó una mediocre posición 80 en GHI, con un 8.8% de la población con problemas nutricionales, en la mitad entre el >5 de Argentina y el 16.9 de Bolivia (no cuento a Haití). El balance colombiano es peor dado que aparecemos entre los 22 países que menos éxitos obtuvieron en la reducción del hambre (Global Hunger Index 2015, p. 15).
Que en La Guajira los amigos del vicepresidente de la República se roben la plata de las regalías, que el ejecutivo central carezca sistemáticamente de metas sociales ambiciosas, que a los colombianos nos guste tanto hablar de lo que no es urgente, pueden ser algunas explicaciones.
El Colombiano, 14 de febrero
lunes, 8 de febrero de 2016
Puntos suspensivos en el acuerdo sobre víctimas
El gran logro del “Acuerdo sobre víctimas del conflicto” consiste en haber sentado un marco interpretativo claro y firme para el desenvolvimiento del componente de justicia. Declara la autonomía del Estado colombiano para administrar justicia pero procura alinear sus criterios con el derecho internacional; se apuntala en la caracterización del conflicto armado interno (en el primer párrafo habla de finalizar la “guerra”) para invocar la normatividad del derecho humanitario; y mira hacia el futuro en términos de seguridad jurídica, confianza, reconciliación y justicia restaurativa.
Literariamente el acuerdo es muy heterogéneo, con largos pasajes yermos y párrafos con arranques declamatorios y torturas al idioma que, por fortuna, carecen de castigo de parte de las academias de la lengua. Pero contiene afirmaciones de alta trascendencia simbólica. Por ejemplo, que “el Estado ejerce de manera legítima el monopolio de las armas” y que la fuerza pública actúa en “calidad de garante de derechos por parte del Estado” (p. 26). O que el carácter general de las actuaciones de la insurgencia se describe con la categoría “delito político”.
Pero si el acuerdo estuviera completamente cerrado aún quedarían pendientes cuestiones cruciales que tienen que ver con una implementación que tendrá más ingredientes políticos e ideológicos que técnicos, a diferencia de los otros tres puntos pactados hasta hoy. Y esto debido a que el nombramiento de los miembros de la comisión de la verdad y los magistrados del tribunal para la paz tendrá unas consecuencias irreversibles sobre el destino de muchas personas y sobre el carácter polémico o conciliador del post-acuerdo. Estas instancias no pueden ser la guerra por otros medios.
Más aun, los términos en que podría resolverse la situación de los guerrilleros de las Farc y de muchos militares y civiles tienen un alto componente de vaguedad. ¿Cómo se puede esquivar la responsabilidad de los mandos de las Farc por crímenes de guerra masivos y sistemáticos como el secuestro o el uso de minas antipersona? ¿Los anuncios decembrinos del presidente Santos sobre los términos de la justicia transicional para militares y civiles, fueron actos pedagógicos o implican el diseño de criterios y organismos específicos para ejecutarlos? ¿En qué consiste el trato diferenciado a los militares? El texto dice que las Farc “se comprometen a contribuir a la reparación material de las víctimas y en general a su reparación integral, sobre la base de los hechos que identifique la Jurisdicción Especial para la Paz” y que “los términos de esa reparación material serán precisados en el marco del Acuerdo Final” (p. 58). ¿Involucrará ella los bienes de dicha organización?
El imprevisible resultado final del tribunal para la paz no debería dejar a la sociedad con la impresión de que las condenas a los guerrilleros fueron sumarias, cortas y pocas, respecto a los eventuales procesos contra los agentes del Estado y los terceros civiles.
El Colombiano, 7 de febrero
Literariamente el acuerdo es muy heterogéneo, con largos pasajes yermos y párrafos con arranques declamatorios y torturas al idioma que, por fortuna, carecen de castigo de parte de las academias de la lengua. Pero contiene afirmaciones de alta trascendencia simbólica. Por ejemplo, que “el Estado ejerce de manera legítima el monopolio de las armas” y que la fuerza pública actúa en “calidad de garante de derechos por parte del Estado” (p. 26). O que el carácter general de las actuaciones de la insurgencia se describe con la categoría “delito político”.
Pero si el acuerdo estuviera completamente cerrado aún quedarían pendientes cuestiones cruciales que tienen que ver con una implementación que tendrá más ingredientes políticos e ideológicos que técnicos, a diferencia de los otros tres puntos pactados hasta hoy. Y esto debido a que el nombramiento de los miembros de la comisión de la verdad y los magistrados del tribunal para la paz tendrá unas consecuencias irreversibles sobre el destino de muchas personas y sobre el carácter polémico o conciliador del post-acuerdo. Estas instancias no pueden ser la guerra por otros medios.
Más aun, los términos en que podría resolverse la situación de los guerrilleros de las Farc y de muchos militares y civiles tienen un alto componente de vaguedad. ¿Cómo se puede esquivar la responsabilidad de los mandos de las Farc por crímenes de guerra masivos y sistemáticos como el secuestro o el uso de minas antipersona? ¿Los anuncios decembrinos del presidente Santos sobre los términos de la justicia transicional para militares y civiles, fueron actos pedagógicos o implican el diseño de criterios y organismos específicos para ejecutarlos? ¿En qué consiste el trato diferenciado a los militares? El texto dice que las Farc “se comprometen a contribuir a la reparación material de las víctimas y en general a su reparación integral, sobre la base de los hechos que identifique la Jurisdicción Especial para la Paz” y que “los términos de esa reparación material serán precisados en el marco del Acuerdo Final” (p. 58). ¿Involucrará ella los bienes de dicha organización?
El imprevisible resultado final del tribunal para la paz no debería dejar a la sociedad con la impresión de que las condenas a los guerrilleros fueron sumarias, cortas y pocas, respecto a los eventuales procesos contra los agentes del Estado y los terceros civiles.
El Colombiano, 7 de febrero
jueves, 4 de febrero de 2016
Janis
Janis eludió la trampa del show en el momento preciso en que hizo del blues su vida. Asumió la opción simple y profunda de fundir vida y blues en una sola cosa inseparable... y con una sinceridad temeraria le dio rienda suelta a su sentimiento sin tapujos. Pero muy pocos se dieron cuenta de que al frente no tenían el espectáculo de Janis Joplin, que frente a sus ojos simplemente estaba ella. El detalle era que Janis no tenía espectáculo porque era incapaz de actuar; en la tarima estaba ella, solo ella...
Fragmento de mi Aún arde Janis, publicado en el fanzine Música para camaleones en septiembre 1990. A propósito de la presentación de Janis: Little Girl Blue de Amy Berg (2015).
miércoles, 3 de febrero de 2016
Las ideas en la guerra: Esteban Carlos Mejía
¿Ideas para la guerra?
Por: Esteban Carlos Mejía
El Espectador, 30 de enero de 2016
Tiene la piel acaramelada, canelita Hollywood, y su sensualidad lo impregna todo con gracia seductora. ¡Un bombón! Casualmente estamos chupando paletas en un tenderete en la 70, acá en Medallo, entre hoteles, turistas y sol solecito alúmbrame un poquito.
“¿Cómo te fue en Cartagena?”. “Bien”, responde con pereza. “Estuvimos en el Festival Internacional de Música. Lo mejor, un conciertazo de tango y bandoneón”. “¿Tango?”. “Sí, a Nano le gusta”. Nano es Laureano, su marido, ganadero de nueva generación. Las malas lenguas, envidiosas y celosas, dicen que es mafioso. A mí no me parece. Estudió Zootecnia en Luisiana, EE. UU., y vive dedicado a la estabulación y a la inseminación artificial… de vacas y yeguas. También es pinta: ¡un bebezote! “¿Tu lo odias, cierto?”, me provoca Isabel. “No, por Dios, cómo se te ocurre, yo apenas lo envidio”, y no me crece la nariz.
“¿Leíste mucho en vacaciones?”. “Pocón pocón”, dice. “Me concentré en una joya sobre política”, y me muestra Las ideas en la guerra, de Jorge Giraldo Ramírez, editado por Debate (2015), con prólogo de Daniel Pécaut. “Según advierte el subtítulo es una justificación y crítica en la Colombia contemporánea”. Arrugo el ceño: “Tú, una nena frívola y coqueta, ¿leyendo esas vainas?”. Sonríe y le da una chupeteada a su paleta de piña: “No sólo de pan vive el hombre”.
Me cuenta que Las ideas en la guerra es un libro para leer y subrayar. “Hablar de novelas es trivial, pero intentar resumir un libro como este puede ser complejo, mucho más en un cotilleo como los nuestros”, se disculpa. “Es un análisis político, no histórico, del surgimiento de las Farc y, a la vez, una indagación metódica, rigurosa, sin misticismos, sobre la responsabilidad ideológica del Partido Comunista colombiano en la teoría y práctica de la lucha armada en Colombia”.
De repente, me acuerdo que yo conozco al autor, un señorazo. “Mis amigos bogotanos dicen que es el intelectual más juicioso de Medellín”, digo. “Y consecuente”, agrega ella. “Plantea cuestiones que muchísimos quisieran callar, olvidar o postergar. Déjame te muestro”. Abre el libro. Veo sus rayones, los resaltados, las huellas de su lectura. Encuentra lo que busca. “Oye, por ejemplo”, dice, y me lee: “La guerra colombiana es una anomalía en Occidente por su duración. […] ¿Cuáles han sido, en 35 años o 50 según quien cuente, los resultados de la guerra que la izquierda armada colombiana le planteó a su país? ¿Cuáles han sido las consecuencias indeseadas y no previstas por los promotores de la confrontación? ¿A quién ha beneficiado? ¿Cuáles pueden ser las explicaciones plausibles de la persistencia de los mandos de los ejércitos irregulares izquierdistas en una lucha que nunca tuvo un horizonte claro de victoria?”.
La paleta se me derrite, atónito. “¿A ti qué bicho te picó?”, le reprocho. “¿Lo tuyo no es, pues, el goce pagano? ¿No dizque todo es ficción?”. “Leer a Jorge Giraldo, con su pulcritud analítica y su precisión expositiva, te abre los ojos, Mejillón. Te previene contra la desmemoria. Las ideas en la guerra te pone a pensar”, concluye. Y yo le creo, cómo no, si ella es mi guía, mi cicerone, mi parcera. Lástima que sea ajena…
Por: Esteban Carlos Mejía
El Espectador, 30 de enero de 2016
Tiene la piel acaramelada, canelita Hollywood, y su sensualidad lo impregna todo con gracia seductora. ¡Un bombón! Casualmente estamos chupando paletas en un tenderete en la 70, acá en Medallo, entre hoteles, turistas y sol solecito alúmbrame un poquito.
“¿Cómo te fue en Cartagena?”. “Bien”, responde con pereza. “Estuvimos en el Festival Internacional de Música. Lo mejor, un conciertazo de tango y bandoneón”. “¿Tango?”. “Sí, a Nano le gusta”. Nano es Laureano, su marido, ganadero de nueva generación. Las malas lenguas, envidiosas y celosas, dicen que es mafioso. A mí no me parece. Estudió Zootecnia en Luisiana, EE. UU., y vive dedicado a la estabulación y a la inseminación artificial… de vacas y yeguas. También es pinta: ¡un bebezote! “¿Tu lo odias, cierto?”, me provoca Isabel. “No, por Dios, cómo se te ocurre, yo apenas lo envidio”, y no me crece la nariz.
“¿Leíste mucho en vacaciones?”. “Pocón pocón”, dice. “Me concentré en una joya sobre política”, y me muestra Las ideas en la guerra, de Jorge Giraldo Ramírez, editado por Debate (2015), con prólogo de Daniel Pécaut. “Según advierte el subtítulo es una justificación y crítica en la Colombia contemporánea”. Arrugo el ceño: “Tú, una nena frívola y coqueta, ¿leyendo esas vainas?”. Sonríe y le da una chupeteada a su paleta de piña: “No sólo de pan vive el hombre”.
Me cuenta que Las ideas en la guerra es un libro para leer y subrayar. “Hablar de novelas es trivial, pero intentar resumir un libro como este puede ser complejo, mucho más en un cotilleo como los nuestros”, se disculpa. “Es un análisis político, no histórico, del surgimiento de las Farc y, a la vez, una indagación metódica, rigurosa, sin misticismos, sobre la responsabilidad ideológica del Partido Comunista colombiano en la teoría y práctica de la lucha armada en Colombia”.
De repente, me acuerdo que yo conozco al autor, un señorazo. “Mis amigos bogotanos dicen que es el intelectual más juicioso de Medellín”, digo. “Y consecuente”, agrega ella. “Plantea cuestiones que muchísimos quisieran callar, olvidar o postergar. Déjame te muestro”. Abre el libro. Veo sus rayones, los resaltados, las huellas de su lectura. Encuentra lo que busca. “Oye, por ejemplo”, dice, y me lee: “La guerra colombiana es una anomalía en Occidente por su duración. […] ¿Cuáles han sido, en 35 años o 50 según quien cuente, los resultados de la guerra que la izquierda armada colombiana le planteó a su país? ¿Cuáles han sido las consecuencias indeseadas y no previstas por los promotores de la confrontación? ¿A quién ha beneficiado? ¿Cuáles pueden ser las explicaciones plausibles de la persistencia de los mandos de los ejércitos irregulares izquierdistas en una lucha que nunca tuvo un horizonte claro de victoria?”.
La paleta se me derrite, atónito. “¿A ti qué bicho te picó?”, le reprocho. “¿Lo tuyo no es, pues, el goce pagano? ¿No dizque todo es ficción?”. “Leer a Jorge Giraldo, con su pulcritud analítica y su precisión expositiva, te abre los ojos, Mejillón. Te previene contra la desmemoria. Las ideas en la guerra te pone a pensar”, concluye. Y yo le creo, cómo no, si ella es mi guía, mi cicerone, mi parcera. Lástima que sea ajena…
lunes, 1 de febrero de 2016
Acuerdo sobre víctimas
El pasado 15 de diciembre se firmó en La Habana el “Acuerdo sobre víctimas del conflicto” entre el Gobierno y las Farc. Fueron 18 meses de negociaciones, cuyos primeros avances se vislumbraron después de un año de dificultades y estancamiento en el tema. El documento tiene cinco partes: comisión de la verdad y unidad para la búsqueda de desaparecidos, jurisdicción especial para la paz, medidas de reparación y garantías de no repetición; más una especie de adenda sobre derechos humanos y una presentación de los principios y las generalidades.
El título del documento ilustra su enfoque. Se encamina a darle cuerpo a la obsesión gubernamental de que las víctimas tienen que estar en el centro de la salida política del conflicto armado. Se trata de un acuerdo sobre justicia transicional, un concepto que, aunque ya fue usado en el proceso con los paramilitares, no es bien comprendido por amplios sectores de la opinión pública. De manera simple, el término fuerte de la justicia transicional es la transición –en este caso a la paz– y el término débil es justicia, sobre todo cuando se entiende ella como justicia penal. Justicia transicional significa justicia a la medida de la paz y volcada al futuro, no al pasado. Es justicia política, como argumento en un libro (La tercera realidad, Sílaba, 2015).
Una cita que confirma mi tesis: “El acto de juzgar tiene dos propósitos. En el corto plazo zanjar diferencias ciudadanas para impedir la aparición de la venganza. En el largo plazo, asegurar la paz de la comunidad política”. Estas palabras coinciden con el objetivo del acuerdo, paz y no repetición, pero no las pronunció ni Humberto de la Calle ni Sergio Jaramillo. Son de Luis Carlos Restrepo, Alto Comisionado para la Paz durante las administraciones de Álvaro Uribe (Justicia y paz, ITM, 2005, p. 53).
Si se fueran a ponderar los componentes del mantra contemporáneo de la justicia transicional coincidiríamos, en principio, con el balance de Juanita León: mucha verdad, mucha reparación, poca justicia (La silla vacía, 16.12.15). Pero, ¿es poca justicia? Desde una perspectiva abstracta y punitiva, sin duda. Pero la valoración puede cambiar si se piensa desde un punto de vista concreto y prospectivo.
Los miembros de las Farc tendrán que hacer declaraciones exhaustivas de verdad, una parte de ellos irá a un tribunal, serán juzgados y recibirán condenas. Muchos tendrán restricciones de libertad sin cárcel, pero algunos podrían recibir condenas penitenciarias de hasta 20 años. Cualquier pose de héroes o de rebeldes impolutos se quedó sin piso, según el texto. Hacia futuro, no me queda duda de que es más importante impedir otro ciclo de violencia que tener 100 o 200 tipos en Bellavista. Personalmente, creo que la suspensión de derechos políticos a máximos responsables era una medida deseable y respetuosa con las víctimas.
El Colombiano, 31 de enero.
El título del documento ilustra su enfoque. Se encamina a darle cuerpo a la obsesión gubernamental de que las víctimas tienen que estar en el centro de la salida política del conflicto armado. Se trata de un acuerdo sobre justicia transicional, un concepto que, aunque ya fue usado en el proceso con los paramilitares, no es bien comprendido por amplios sectores de la opinión pública. De manera simple, el término fuerte de la justicia transicional es la transición –en este caso a la paz– y el término débil es justicia, sobre todo cuando se entiende ella como justicia penal. Justicia transicional significa justicia a la medida de la paz y volcada al futuro, no al pasado. Es justicia política, como argumento en un libro (La tercera realidad, Sílaba, 2015).
Una cita que confirma mi tesis: “El acto de juzgar tiene dos propósitos. En el corto plazo zanjar diferencias ciudadanas para impedir la aparición de la venganza. En el largo plazo, asegurar la paz de la comunidad política”. Estas palabras coinciden con el objetivo del acuerdo, paz y no repetición, pero no las pronunció ni Humberto de la Calle ni Sergio Jaramillo. Son de Luis Carlos Restrepo, Alto Comisionado para la Paz durante las administraciones de Álvaro Uribe (Justicia y paz, ITM, 2005, p. 53).
Si se fueran a ponderar los componentes del mantra contemporáneo de la justicia transicional coincidiríamos, en principio, con el balance de Juanita León: mucha verdad, mucha reparación, poca justicia (La silla vacía, 16.12.15). Pero, ¿es poca justicia? Desde una perspectiva abstracta y punitiva, sin duda. Pero la valoración puede cambiar si se piensa desde un punto de vista concreto y prospectivo.
Los miembros de las Farc tendrán que hacer declaraciones exhaustivas de verdad, una parte de ellos irá a un tribunal, serán juzgados y recibirán condenas. Muchos tendrán restricciones de libertad sin cárcel, pero algunos podrían recibir condenas penitenciarias de hasta 20 años. Cualquier pose de héroes o de rebeldes impolutos se quedó sin piso, según el texto. Hacia futuro, no me queda duda de que es más importante impedir otro ciclo de violencia que tener 100 o 200 tipos en Bellavista. Personalmente, creo que la suspensión de derechos políticos a máximos responsables era una medida deseable y respetuosa con las víctimas.
El Colombiano, 31 de enero.
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