El detective Kurt Wallander salió a dar un paseo vespertino por la playa, absorto y solitario. Aunque Wallander es un detective peculiar, vive, como todos, absorto en sus preocupaciones y solitario por su excesiva dedicación al trabajo. De repente, un muchacho haciendo cabriolas en una motocicleta apareció y pasó rozándolo. Irritado, Wallander le gritó algo así como: “¿por qué no te metes a un club?”. Así comienza un capítulo de la serie de televisión basada en las novelas del escritor sueco Henning Mankell.
Por qué no te metes a un club. ¿Qué tiene que ver? Pues que la diferencia entre un patán o un charlatán y un profesional puede ser pertenecer a un club. ¿Por qué? Porque las organizaciones profesionalizan. Ellas cuidan de que sus miembros cumplan con determinada formación, establecen criterios para el ejercicio de la actividad, protegen la profesión con protocolos de calidad, ponen límites a sus miembros.
Volviendo al motociclista, un profesional es aquel que usa los equipos y las indumentarias adecuadas, cumple las normas de tránsito y otras que tienen los clubes, se comporta apropiadamente según esté en una calle, una carretera o una competencia. Quien no se ajuste a ese modelo no es un profesional, es un patán.
El profesionalismo entre nosotros es algo relativamente nuevo. De hecho todavía hay algunas actividades, especialmente en los campos de las artes y las humanidades, a las que se les pretende negar su carácter profesional. El profesionalismo va de la mano con la especialización y la sofisticación en los métodos y las técnicas, con la disciplina en todos los sentidos de la palabra. Al principio, el ser profesional se asociaba con la remuneración pero se trata de más que eso.
Ahora bien, a pesar de ser un fenómeno reciente ya empieza a padecer problemas de burocratización. Y es que resultamos envueltos en una maraña de normas, certificaciones y controles que obligan a que las organizaciones y sus profesionales terminen dedicando más tiempo a llenar formatos, presentar informes y atender auditorías que a cumplir su misión. Es un elemento altamente improductivo y representa un costo indirecto que finalmente paga el conjunto de la sociedad.
El laberinto burocrático que presenciamos es, además, un obstáculo para la innovación porque ese enjambre de reglas, que crece día a día, impide que las cosas se hagan de manera distinta a la prescrita y castiga a quienes emprenden cosas distintas a las que están previstas. ¿Tenía Bill Gates, cuando empezó en aquel famoso garaje, sus certificados de normas ISO? De esta manera, parece que el innovador está obligado a ponerse fuera del sistema reglamentario.
Ocasional: las organizaciones altamente profesionales informan al público y son capaces de dar excusas, como hizo Bancolombia esta semana. Pero, ¿no valdría la pena, además, un descargo para los afectados en alguna de las comisiones bancarias?
El Colombiano, 14 de septiembre
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