Simpatizo con las notas templadas de algunos comentaristas que procuraron hacer que el trabajo del duelo por García Márquez fuera ecuánime, distante, pleno de aquello que Max Weber llamara la neutralidad valorativa. Tal simpatía se me suscita por reacción a la lagartería de las élites colombianas, todas las políticas y faranduleras –indistinguibles– y unos pocos empresarios.
Sin embargo, las advertencias contra la idolatría en Colombia son tan superfluas como los peligros de la modestia en Argentina. Colombia fagocita cualquier proyecto de héroe o de mito. Nariño, Bolívar, Santander, Núñez, todos han sido destruidos. Isaacs, Silva, Carrasquilla, Barba, son referencias en la penumbra.
Lo que más abunda en el país es lo que Fernando González llamó el complejo de hideputa: la vergüenza de lo propio. Es el caso que los comentaristas extranjeros no paran de elogiar la grandeza de la obra de García Márquez. El mexicano Jorge Volpi dijo de él: “Con Borges, el más grande narrador en lengua española del siglo XX”; el español Javier Cercas comparó Cien años de soledad con El Quijote, como lo había hecho Neruda hace 40 años; la estadounidense Ericka Beckman –en Dissent– lo señala contenidamente como: “el escritor latinoamericano más conocido de todos los tiempos”. Ahora resulta oprobioso que nosotros nos prodiguemos en laudatorias.
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