El principal problema del país es la corrupción y día tras día se agrava. Como en tantas otras cosas, Santos nos ha descolgado en el ranquin de la corrupción. Es un fenómeno diagnosticado pero acerca del que hay poca conciencia. Las elecciones del pasado 9 de marzo son ilustrativas.
Desde que se adulteró el escrutinio a favor de Misael Pastrana, pocas maniobras tan visibles como las de ahora en unos comicios nacionales (en elecciones locales, ellas abundan). Elisabeth Ungar, de Transparencia Colombia, dice que el sistema electoral es “generador de desconfianza y de argumentos para descalificar los resultados” (El Espectador, 19.03.14). Pero tan grave como la ocurrencia de estos hechos –cuya magnitud y origen están por esclarecerse– es la actitud de la intelectualidad.
Las reacciones han sido de tres tipos: siempre ha sido así, no es tan grave, no hay nada que hacer. Y los tres pueden articularse en un mismo argumento.
Como afirmó hace poco Jorge Orlando Melo, los partidos viejos “se convirtieron en alianzas de grupos locales, financiados con peculados y delitos, que logran elegir por consenso unos funcionarios nacionales relativamente limpios (para evitar la crisis total del sistema) pero dispuestos a tolerar unas justas proporciones de corrupción entre los que los apoyan”. Y remata: “Resignémonos, que no hay mucho que hacer” (Ámbito Jurídico, “Mermelada para todos”, 14.03.14). El diagnóstico es impecable, la propuesta espantosa.
La prensa nacional, incluyendo a los voceros oficiosos de la Casa de Nariño han planteado el problema en términos parecidos: si hubo fraude a favor del Partido de la U lo cometieron los mismos que apoyaron a Uribe en el pasado (siempre ha sido así); parece que sí hubo fraude pero no es tan grande y perjudicó a varios partidos, no solo a uno (no es grave); menos grave aún, más que fraude habría que decir que son “chambonerías” de la Registraduría (La Silla Vacía, 12.03.14).
Lo que resulta gravísimo es que los líderes de opinión sean capaces de neutralizar su sentido de la crítica ante semejante problema. En lugar de plantear un debate serio sobre las costumbres políticas y la perversión de la democracia, el recurso de la conciencia anestesiada plantea que “así son las cosas” y que “aquí no ha pasado nada”, y pasado mañana dirá, como Daniel Santos, que “si algo pasó, yo no estaba allí”.
Por supuesto, ante esta incapacidad para la crítica, ante esta falta de criterio para enfrentar seriamente un problema, ante esta ausencia casi absoluta de lo que antes se llamaba “valor civil”, lo único que se ofrece es la inmovilidad o el famoso “tapen, tapen”. Quienes más deben, no ejercen la libertad ni defienden la legalidad. ¡No puede ser!
Decía Fernando González en 1930: dos escuelas, “la anarquía legalista de Bogotá y la dictadura desenfrenada de Caracas”.
El Colombiano, 23 de marzo
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