Fue el pensador argentino José Luis Romero (1909-1977) quien postuló la tesis de que los países están moldeados por sus élites. Esa tesis resulta plausible, al menos para el caso de al configuración de las ciudades colombianas.
La pauta residencial de las élites colombianas –en Bogotá o Medellín– siempre ha sido la de abandonar el centro y deambular cada dos décadas abriendo el perímetro urbano, para terminar en las laderas. En Medellín las élites dejaron La Candelaria en la cuarta década del siglo pasado para irse a Prado, y después abandonarlo en los cincuentas por Laureles, para cambiarlo por El Poblado en los setentas y Envigado en los noventa.
Esta pauta de las élites explica la fisonomía general del urbanismo de nuestras ciudades: ciudades para carros y no para personas, prioridad al espacio privado sobre el público, sobreestimación del lucro a corto plazo y subestimación del impacto ambiental. Las ciudades en las que vivimos hoy –es cierto– son el fruto de una red compleja de arreglos legales pero también informales, una combinación frankesteniana de algo de interés público con muchos intereses privados.
Hasta aquí nada que no ocurra de manera pública y que no sea relativamente común en otras latitudes. Lo particular de nuestro caso es que la configuración de la política pública en el país haya estado desproporcionalmente afectada por los intereses del sector de la construcción, que históricamente ha tenido una gran capacidad de presión sobre las decisiones de los gobiernos locales y nacional. Véase, si no, la influencia de Pedro Gómez Barrero en el Palacio de Nariño y de Álvaro Villegas Moreno en Antioquia, para poner dos ejemplos.
Lo peor. A buena parte del sector de la construcción no le ha bastado la existencia de una ley benévola y ha recurrido a mecanismos ilegales. Es un hecho ampliamente reconocido que algunos constructores trabajan con dos planos: uno para la curaduría y otro el real; cuando no con tres, porque a veces lo que venden no coinciden con las especificaciones técnicas que el comprador no tiene por qué conocer.
La tragedia de Space hoy, como la de Alto Verde hace cinco años, debieran llamar a un pacto de ciudad sobre las políticas de urbanismo y construcción. Y deben ampliarse claramente a los valles de Aburrá y San Nicolás. Los desastres que se vienen con la voracidad urbanística en Envigado, Sabaneta y La Estrella pueden ser mucho mayores. Los únicos muertos nos serán los tigrillos lanudos ni los túneles verdes.
En ese pacto las voces de los ciudadanos deberían tener más peso que las de los gremios, y los gremios deberían llegar con el compromiso previo de adoptar un código ético superior a la ley. No hay opción, porque como dijo el poeta Cavafis: “No hallarás nuevas tierras… la ciudad te seguirá”.
El Colombiano, 20 de octubre
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