En un país donde los argumentos no abundan, los expedientes más habituales para cancelar el razonamiento y los debates son la calumnia, el insulto y la descalificación. Pareciera que esto hubiera ocurrido en un abrir y cerrar de ojos; que la dirigencia nacional y los medios de comunicación hubieran adoptado el léxico de un viernes a medianoche en cualquier bar popular.
No es así. Desde siempre, vocablos como “godo” o “chusma” han sido comunes entre nosotros; qué después se hayan sustituido por “ultraderecha” o “terrorista” no hace ninguna diferencia. Insultar mediante calificativos que se consideran negativos por ideología o por tradición, se entiende aunque sea inaceptable. Más incomprensible es que en Colombia empiecen a usarse como insultos adjetivos que por sí mismos y universalmente son positivos.
Mi caso: No hay que hacer muchos esfuerzos para demostrar que el principal problema del país hoy es la corrupción y que crece exponencialmente con los años. Y queda una sensación de desesperanza cuando los generadores de opinión hacen mutis por el foro, cuando el congreso le hace paro al país (porque nadie dijo que eso era un paro) ni cuando el gobierno sale a comprar al congreso con un cheque de ocho millones mensuales (porque nadie dijo que ese era el precio de volver a sentar a los congresistas).
Pues bien. Resulta que en un contexto como estos, está haciendo carrera un nuevo insulto: moralista. Todo aquel que denuncie la corrupción, que hable de cultura ciudadana, que invite a la autorregulación, la sobriedad o el buen decir, que pregone el respeto a la ley y el comportamiento recto, es despachado sumariamente con el sambenito de ser un moralista.
Pero, ¿quién es un moralista? Hace poco encontré un libro del filósofo español Aurelio Arteta titulado “Tantos tontos tópicos” (Ariel, 2012). El propósito de Arteta es desmontar lugares comunes que resultan inaceptables a la luz de una reflexión detenida. Todo un manual para educar comunicadores y maestros. El libro comienza con “Eres un moralista”.
Según Arteta, moralista es aquella persona que posee la “conciencia de constituir un ser moral”, no un simple individuo que come, duerme y se reproduce; alguien que tiende a juzgar los actos de la vida cotidiana bajo el cristal de lo “bueno y lo malo”; alguien a quien “no le avergüenza hablar de virtud” y que “antepone el punto de vista moral a cualquier otra perspectiva”. El filósofo defiende al moralista porque “la excelencia moral es la que más vale”. El moralista vive haciendo un compromiso público y personal de comportarse correctamente.
Una sociedad donde la trasgresión de la ley es constante, donde se vulnera el valor de la vida detrás de un arma o de una cabrilla, donde el robo se considera destreza y la corrupción sagacidad, necesita moralistas. Cuando tengamos suficientes, veremos como los moderamos.
El Colombiano, 13 de octubre
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