miércoles, 1 de agosto de 2012

Pasajero dos mil millones

Hubo celebraciones la semana pasada a raíz del arribo del Metro de Medellín a la cifra simbólica de los dos mil millones de pasajeros. Es como si el 40% de la humanidad hubiera transitado por el centro del valle del río Aburrá.

El Colombiano publicó una foto con uno de los gestos festivos del personal del Metro. Le hacían paseo de honor a un pasajero que salía de uno de los vagones del tren. Casi una decena de empleados aplaudían al supuesto pasajero dos mil millones mientras este caminaba de frente al fotógrafo. El pasajero no oía; llevaba audífonos en ambas orejas. El pasajero no veía; sus ojos estaban fijos en un dispositivo que llevaba en la mano. Y eso que salir de un tren en una estación está acompañado de varias señales auditivas y visuales de advertencia, por los riesgos que supone esa sencilla operación.

No me interesa el ensimismamiento del pasajero dos mil millones. Todo el mundo tiene la posibilidad de estar absorto, introspectivo, alienado o solipsista, según una perspectiva sicológica. En nuestro lenguaje común no es raro que alguien tenga sus modos de estar elevado, enchuspado, engrupido, convertido en un auténtico zurumbático.

Tampoco voy a pelear con la tecnología y el uso portátil y frenético de múltiples adminículos para conversar, escribir mensajes, oír música y radio, leer mensajes y periódicos, tomar fotografías y hacer videos, o los varios aparatos que hacen varias de estas cosas, lo que no obsta para que muchas personas quieran tenerlos todos a la vez. Todos sabemos que el 90% de las actividades que se realizan con estos aparejos son superfluas y absolutamente inútiles, por lo que el enser termina convirtiéndose en un objeto de obsesión.

Lo que me preocupa hoy es cerciorarme de que estas prácticas están conduciendo a olvidar la principal responsabilidad que tiene toda persona: el cuidado de sí, bien justificado por Aquino, Foucault y Boff. Todos estos personajes deambulan por recintos, parques, calles, ignorando deliberadamente al prójimo, los vehículos, las voces, los ruidos, las múltiples advertencias que adornan y afean los espacios públicos y, también los menos públicos, de las ciudades contemporáneas.

Se pierden el cielo azul, los árboles y las aves, cada vez más diversas, que surcan nuestro cielo, las situaciones que humanizan la urbe, la particularidad de cada transeúnte; pero esa es su libertad. Lo que no pueden eludir son sus deberes. Corren muchos riesgos, se caen, atropellan, y cada minuto del día y cada día de la semana están dándole oportunidades de lujo a los ladrones y otros pillos.

Indolentes respecto a la obligación de cuidarse a sí mismos, se han vuelto plañideras respecto a la crueldad del mundo que no los cuida ni mima ni protege, y claman por todos los medios para que el Estado les ponga al pie un policía. Pronto pedirán nodriza.

El Colombiano, 29 de julio

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