Mi amigo Pablo se fue del país en 1991, llorando por sus familiares y vecinos muertos o metidos hasta el cogote en la empresa narco, desesperado por la guerra entre el Estado y el cartel de Medellín. Se fue por la afrenta que le suponía sentir el triunfo de los narcotraficantes. No solo porque atrajeran a los jóvenes a su candil o por el respeto e incluso la admiración que despertaban entre los más viejos, la gente de bien de toda la vida. También porque le chocaban profundamente las manifestaciones de la cultura narco, la ostentación, la ordinariez, la prepotencia.
Hace poco volvió, en parte apurado por la crisis en el Norte, en parte atraído por la resurrección de Medellín y la felicidad de vivir esta etapa de la ciudad. Condenado a trabajar de sol a sol, a sumergirse en la subsistencia, se aisló de la realidad colombiana, como los inmigrantes que describe Junot Díaz en “Los boys”.
Cuando lo encontré estaba consternado. Creí, me decía, que el narcotráfico estaba derrotado, que los traquetos ya no se paseaban impunemente por la ciudad, que la destrucción del Cartel era también la recuperación de la sociabilidad común. Pero no, siguió, estamos peor que antes. Me llené de paciencia para explicarle los avances del país en la lucha contra el narcotráfico, la desarticulación de los carteles, el destino final de los capos famosos, lo poco que duran los sucesores, las estimaciones de Alejandro Gaviria y Daniel Mejía sobre el peso modesto o bajo de la economía de la coca, y otros datos.
Él reaccionó: pero si lo que veo todos los días son carros lujosos de vidrios polarizados, cuatrimotos, muchachos tusos y gordos con ropa de marca, muchachas llenas de silicona y de tedio, discotecas más atortolantes que las de Nueva York, estallidos de pólvora a medianoche de miércoles, mucha gente que saca el índice para decirle a uno como Merlano, “es que usted no sabe quién soy yo”.
Ya entiendo, le dije. Estás confundido. La mayoría de los tipos que andan escondidos tras vidrios negros, de los muchachos con pinta chirrete y mal hablados, de los habituales de discotecas y diversiones hardcore, son buenas personas. Tengo compañeros, vecinos y familiares que caen en esa norma.
Ah, me dice, o sea que no son traquetos pero parecen. Sí, acepté resignado, el narco no la tiene fácil pero en el campo cultural está fuerte. La presión por el éxito y por la plata, la ansiedad por el estatus, mantienen a mucha gente atrapada en esa candileja. Otra razón es que hoy hay más gasto, la clase media es más numerosa y los ricos menos austeros. Además, lo único que hicieron los narcos fue recargar viejas tradiciones: aguardiente más pólvora y revólver, cagajón más Vicente y burroteca, y de ñapa unas dosis adicionales de machismo y reguetón.
El Colombiano, 12 de agosto
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