Dos años de bombo con la Unidad Nacional, el espíritu reformista del gobierno, el ánimo conciliador del Presidente como si fuera distinto del lentejismo habitual y la ingenua copia de la tercera vía han terminado estruendosamente porque alguien puso el grito en el cielo a tiempo.
Ese alguien, por supuesto, no fue el Presidente. Aunque saliera a denunciar micos, lo único irrebatible de todo esto es que el dueño y fundador del zoológico es el propio Santos. La opinión pública lo castigó con el peor descalabro en la popularidad de un presidente desde los tiempos de Ernesto Samper. Un precio muy alto y tal vez excesivo.
No se trata de la consecuencia de alguna primavera. Es apenas opinión sin movilización, indignación sin propósito, una expresión negativa ante una situación inaceptable. Sin embargo, no hay que despreciar esta reacción. La ciudadanía ha vuelto a enviar el mensaje de que no se debe menospreciar su cultura política. Un mensaje parecido a la no aprobación del referendo de Uribe, al llamado a la movilización del 4 de febrero del 2008, al campanazo de la primera vuelta presidencial del 2010.
La indignación ha sido sofocada con una maniobra jurídicamente dudosa pero políticamente necesaria, y la prensa escrita que está al servicio de la Casa de Nariño ha hecho el resto del trabajo. El escándalo ha sido sepultado. Puede que eso sea bueno para Santos, pero no lo es para la democracia, ni para la formación de cultura ciudadana, ni para propiciar los cambios que requieren las instituciones oficiales.
Lo peor que le puede pasar al país es que los únicos saldos de este episodio sean los resúmenes del año u otro recuerdo vago en la poco venerable historia de nuestra clase política. Hay que extraer lecciones de todo esto y esas lecciones deberán ser públicas.
La indignación es una expresión moral de la ciudadanía, pero sin deliberación y afirmación de unos valores políticos no pasará de ser una anécdota. Máxime cuando se expresa de modo tan fugaz y virtual, sin los elementos necesarios para calar en el imaginario colectivo. Acabamos de ver lo que pasó en Europa, donde la protesta ciudadana se pasmó sin mellar las estructuras políticas ni afectar las decisiones que marcan el rumbo de sus sociedades.
Hay que abrir un gran debate en varios frentes. Primero el del gobierno: ¿seguirá pensando más en legislar que en gobernar? ¿Para qué sirve la Unidad Nacional? Luego el congreso: ¿de quién es la responsabilidad de que esté dominado por los Corzo, los Merlano y las Liliana? ¿Quién responde porque semejantes figuritas presidan cámaras y comisiones? Después los partidos políticos: ¿mandan los partidos en el congreso o son mandaderos? ¿Son algo más que pasarela de delfines o máscaras de proa de diversas empresas, algunas criminales? Y la rama judicial: ¿qué hacer para reformar un poder cada vez más clientelizado, corrupto y renuente al cambio?
El Colombiano, 8 de julio
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