Seguimos preguntándonos qué son las humanidades. Como con tantos otros conceptos, nos vemos obligados a dar rodeos para responder esa cuestión.
El camino más habitual ha sido el de tratar de establecer ciertas ejemplaridades: Sócrates, Séneca, Abelardo, Leonardo, después, tal vez, Milton, John Donne, Wilhem von Humboldt, Emerson, Ortega. Cuando los nombres propios son más cercanos en el tiempo y en el espacio los consensos desaparecen. Muchos pueden polemizar con mi idea de humanistas criollos como Sanín Cano –cuyo centenario acaba de pasar desapercibido– o Fernando González –tan amado y tan denostado.
A veces el rodeo pasa por establecer quienes no son humanistas. Los técnicos y los especialistas –técnicos de más alta autoestima. Los científicos que aspiran a remplazar a los sacerdotes. Los cultivadores de disciplinas, porque no creo que los politólogos, filósofos, historiadores, literatos, puedan considerarse sin más humanistas. Haciendo un amago de pensar a la enemiga, diré que no creo que García Márquez –tal vez el mayor escritor vivo al lado de MacCarthy– sea un humanista.
Después se puede tratar de identificar unos rasgos muy generales: la búsqueda del sentido de las cosas y los hechos; el ejercicio permanente de la reflexión que modula, critica, recompone; una curiosidad visceral y casi patológica; la inclinación por pergeñar nuevas interpretaciones y modos de ver el mundo; la actividad del pensamiento vinculada con los sentimientos, las emociones y la empatía con nuestros semejantes.
A veces confundimos al humanista con el intelectual público pero, de nuevo, un ejemplo nos puede disuadir. Tal vez el humanista se parezca mucho al zorro que Isaiah Berlin teorizara a partir de la metáfora de Arquíloco.
Pero por elusiva que resulte la definición de las humanidades y de los humanistas lo que parece estar seguro es que los necesitamos. A uno de mis maestros –Carlos Alberto Calderón–le gustaba poner los ejemplos del amor o la fe para demostrar que hay cosas que son, a la vez, inefables e imprescindibles.
Creo que los tiempos inciertos, transitorios y fluidos que vivimos han suscitado un clamor angustioso por las humanidades. La autosuficiencia del científico y la temeridad del corredor de bolsa, la hibris de los poderes económico y político, no han impedido y, más bien, han contribuido a la actual crisis de la civilización, que algunos bienpensados ven solo como una crisis económica.
En esas cosas estaba pensando en estos tres años en los que, en compañía de un puñado de colegas inteligentes y voluntariosos, estuvimos trabajando en el diseño de esta propuesta de doctorado. Un programa que pretende ser contemporáneo y situado, y que quiere establecer conexiones entre saberes y disciplinas, para contribuir a la formación de investigadores y académicos terrenales.
Pero cuando llegó la hora de organizar los detalles, y en particular esta Lección Inaugural, las preguntas eran otras, también complejas pero más personales. ¿Cómo aprovecharla para realzar la consagración de esta institución, con sus profesores a la cabeza, a una propuesta arriesgada, alternativa y crítica? ¿A quién invitar para que efectuara este bautizo intelectual?
A nadie debe escapársele que este acto es también un reconocimiento a Jorge Orlando Melo porque cuando pensábamos en el titular de esta lección, estábamos respondiendo implícitamente la pregunta qué son las humanidades, a la que nos sigue ayudando el rodeo de decir este es un humanista.
27 de julio de 2012
lunes, 30 de julio de 2012
viernes, 27 de julio de 2012
Libros por Colombia
Una rutina propia de la profesión que desempeño es dar respuesta, a estudiantes extranjeros y nacionales, sobre cuáles libros recomendaría para entender el país. Aparte de la profundidad que puede adquirir aquello de “entender”, pues ningún país se acaba de entender cabalmente, siempre doy respuestas diferentes pues hay lecturas que perduran, libros que revolotean ocasionalmente en nuestros estantes y problemas que sacan del olvido algunos textos.
Suponiendo la buena fe de la pregunta y que la reacción apropiada sea ir a leer alguna de las recomendaciones, y que la ideal sea superar cierta fase que podríamos llamar “Colombia para dummies”, me atrevo a recomendar algunas lecturas a propósito de otro 20 de julio.
Empiezo por tres libros que son esfuerzos por establecer una mirada larga a la historia del país. “El poder político en Colombia” (1996) de Fernando Guillén Martínez, una obra incubada en el departamento de Ciencia Política de la Universidad Nacional, que silenciosamente ha ido sedimentándose como un clásico en la materia, a pesar de sus ambiciones. “Colombia 1910-2010” (2010) editado por María Teresa Calderón e Isabela Restrepo incluye cuatro ensayos sobre política, economía, relaciones internacionales y cultura que ofrecen una panorámica del segundo siglo colombiano. “Orden y violencia” (1985) de Daniel Pécaut, que acaba de ser editado en su versión definitiva por el Fondo Editorial Universidad Eafit.
Una reflexión filosófica sobre acontecimientos de la época prerrepublicana y otros del siglo XX, es la que se desarrolla de manera muy bella en “Perfiles del mal en la historia de Colombia” (2009) de Ángela Uribe Botero.
Sobre los acontecimientos de las últimas tres décadas acaban de salir varios libros sugestivos. “Víctima de la globalización” (2012) de James D. Henderson. Me gusta más el subtítulo (“La historia de cómo el narcotráfico destruyó la paz en Colombia”) porque no creo que seamos víctimas de nada. En la Universidad de Los Andes se llevó a cabo un proyecto para examinar diversos aspectos de la Asamblea Nacional Constituyente de 1991 y la carta política que originó. De allí salieron varios estudios publicados en formato pequeño, de los cuales me pareció particularmente importante “La paz en cuestión” (2011) de Julieta Lemaitre Ripoll. Más heterogéneo pero también llamativo es el material reunido en “Una carta política para reinventar la democracia” (2012) coordinado por Francisco Cortés Rodas.
Desde un ángulo completamente diferente, “La pasión de contar” (2009) de Juan José Hoyos compila y estudia parte de lo más representativo del periodismo narrativo en más de tres siglos, mientras “La eterna parranda” (2011) de Alberto Salcedo Ramos hace crónicas de las últimas dos décadas que cubre desde la cultura popular hasta relatos de la guerra.
Ice la bandera o no, cante el himno o no, parézcale apropiada o no la idea de patria, conocer nuestra historia y los estudios rigurosos de nuestro presente es un deber.
El Colombiano, 22 de julio
Suponiendo la buena fe de la pregunta y que la reacción apropiada sea ir a leer alguna de las recomendaciones, y que la ideal sea superar cierta fase que podríamos llamar “Colombia para dummies”, me atrevo a recomendar algunas lecturas a propósito de otro 20 de julio.
Empiezo por tres libros que son esfuerzos por establecer una mirada larga a la historia del país. “El poder político en Colombia” (1996) de Fernando Guillén Martínez, una obra incubada en el departamento de Ciencia Política de la Universidad Nacional, que silenciosamente ha ido sedimentándose como un clásico en la materia, a pesar de sus ambiciones. “Colombia 1910-2010” (2010) editado por María Teresa Calderón e Isabela Restrepo incluye cuatro ensayos sobre política, economía, relaciones internacionales y cultura que ofrecen una panorámica del segundo siglo colombiano. “Orden y violencia” (1985) de Daniel Pécaut, que acaba de ser editado en su versión definitiva por el Fondo Editorial Universidad Eafit.
Una reflexión filosófica sobre acontecimientos de la época prerrepublicana y otros del siglo XX, es la que se desarrolla de manera muy bella en “Perfiles del mal en la historia de Colombia” (2009) de Ángela Uribe Botero.
Sobre los acontecimientos de las últimas tres décadas acaban de salir varios libros sugestivos. “Víctima de la globalización” (2012) de James D. Henderson. Me gusta más el subtítulo (“La historia de cómo el narcotráfico destruyó la paz en Colombia”) porque no creo que seamos víctimas de nada. En la Universidad de Los Andes se llevó a cabo un proyecto para examinar diversos aspectos de la Asamblea Nacional Constituyente de 1991 y la carta política que originó. De allí salieron varios estudios publicados en formato pequeño, de los cuales me pareció particularmente importante “La paz en cuestión” (2011) de Julieta Lemaitre Ripoll. Más heterogéneo pero también llamativo es el material reunido en “Una carta política para reinventar la democracia” (2012) coordinado por Francisco Cortés Rodas.
Desde un ángulo completamente diferente, “La pasión de contar” (2009) de Juan José Hoyos compila y estudia parte de lo más representativo del periodismo narrativo en más de tres siglos, mientras “La eterna parranda” (2011) de Alberto Salcedo Ramos hace crónicas de las últimas dos décadas que cubre desde la cultura popular hasta relatos de la guerra.
Ice la bandera o no, cante el himno o no, parézcale apropiada o no la idea de patria, conocer nuestra historia y los estudios rigurosos de nuestro presente es un deber.
El Colombiano, 22 de julio
miércoles, 18 de julio de 2012
Drama juvenil
En Colombia hay problemas de problemas, ocultos o semiocultos. Pero tal vez el más oculto de todos sea el drama de nuestros jóvenes. Los jóvenes colombianos, por definición todos los menores de 25 años, son la minoría más importante del país después de los hombres. Según las proyecciones del censo del 2005 los jóvenes colombianos son 22.290.020, o sea el 49% la población. (En Colombia la única mayoría demográfica son las mujeres, que de hecho son más que los pobres.)
En el mundo hay 74,6 millones de jóvenes desempleados, para una tasa mundial del 12,6%. La cifra para América Latina y El Caribe bordea el 15%, mientras la tasa colombiana está en 19,4%. Esto significa que en el mapa mundial solo hay dos regiones peores que Colombia en materia de desempleo juvenil y son el norte de África y el África Subsahariana. El desempleo juvenil colombiano es el más alto de Suramérica. De hecho la tasa total de desempleo nuestra supera por márgenes del 40% al país que nos sigue que es Venezuela. En esta materia somos más parecidos a los países centroamericanos (OIT, Global Employment Trends for Youth: 2011 Update).
Aunque en el mundo los muchachos resultan un poco más perjudicados que las jovencitas, en Colombia el sesgo del desempleo es claramente antifemenino y nuestras chicas están en las mismas cifras que los jóvenes africanos. Una explicación probable de este sesgo es la precariedad del empleo juvenil. Con tasas de informalidad superiores al 40% y con el tradicional escoramiento gubernamental hacia la construcción y las obras públicas, es explicable que las jóvenes tengan menos oportunidades.
Sin embargo, parece que el desempleo juvenil masculino es uno de los factores que está asociado a las altas tasas de homicidio y la perduración de las guerras civiles. En el segundo sentido se orienta el trabajo doctoral del profesor Mauricio Uribe López. Una de las características de los países con guerras civiles largas son altas tasas de desempleo juvenil masculino y los estándares colombianos son muy parecidos a los de Filipinas y Etiopía, y superiores a los de India o Pakistán, para mencionar solo algunos casos.
Por si fuera poco, las tasas de subempleo son significativamente altas (43,5%). Y tal vez el caso más preocupante sea el llamado subempleo subjetivo que se ubicó en 2011 en 31,2%. ¿Por qué es tan preocupante esta cifra que, con seguridad, afecta más a los jóvenes? Porque ella ilustra la disociación entre expectativa y logro. Y usualmente esta disociación significa que los niveles de educación y capacitación no se corresponden con el tipo de contratos laborales y remuneraciones que los jóvenes están recibiendo.
Si esto es así estaríamos incumpliéndole a la sociedad la promesa de la movilidad social y a los jóvenes la promesa de que la educación es la salida, aquello que el profesor Renán Silva llama la “ilusión educativa”.
El Colombiano, 15 de julio.
En el mundo hay 74,6 millones de jóvenes desempleados, para una tasa mundial del 12,6%. La cifra para América Latina y El Caribe bordea el 15%, mientras la tasa colombiana está en 19,4%. Esto significa que en el mapa mundial solo hay dos regiones peores que Colombia en materia de desempleo juvenil y son el norte de África y el África Subsahariana. El desempleo juvenil colombiano es el más alto de Suramérica. De hecho la tasa total de desempleo nuestra supera por márgenes del 40% al país que nos sigue que es Venezuela. En esta materia somos más parecidos a los países centroamericanos (OIT, Global Employment Trends for Youth: 2011 Update).
Aunque en el mundo los muchachos resultan un poco más perjudicados que las jovencitas, en Colombia el sesgo del desempleo es claramente antifemenino y nuestras chicas están en las mismas cifras que los jóvenes africanos. Una explicación probable de este sesgo es la precariedad del empleo juvenil. Con tasas de informalidad superiores al 40% y con el tradicional escoramiento gubernamental hacia la construcción y las obras públicas, es explicable que las jóvenes tengan menos oportunidades.
Sin embargo, parece que el desempleo juvenil masculino es uno de los factores que está asociado a las altas tasas de homicidio y la perduración de las guerras civiles. En el segundo sentido se orienta el trabajo doctoral del profesor Mauricio Uribe López. Una de las características de los países con guerras civiles largas son altas tasas de desempleo juvenil masculino y los estándares colombianos son muy parecidos a los de Filipinas y Etiopía, y superiores a los de India o Pakistán, para mencionar solo algunos casos.
Por si fuera poco, las tasas de subempleo son significativamente altas (43,5%). Y tal vez el caso más preocupante sea el llamado subempleo subjetivo que se ubicó en 2011 en 31,2%. ¿Por qué es tan preocupante esta cifra que, con seguridad, afecta más a los jóvenes? Porque ella ilustra la disociación entre expectativa y logro. Y usualmente esta disociación significa que los niveles de educación y capacitación no se corresponden con el tipo de contratos laborales y remuneraciones que los jóvenes están recibiendo.
Si esto es así estaríamos incumpliéndole a la sociedad la promesa de la movilidad social y a los jóvenes la promesa de que la educación es la salida, aquello que el profesor Renán Silva llama la “ilusión educativa”.
El Colombiano, 15 de julio.
jueves, 12 de julio de 2012
Después de la indignación
Dos años de bombo con la Unidad Nacional, el espíritu reformista del gobierno, el ánimo conciliador del Presidente como si fuera distinto del lentejismo habitual y la ingenua copia de la tercera vía han terminado estruendosamente porque alguien puso el grito en el cielo a tiempo.
Ese alguien, por supuesto, no fue el Presidente. Aunque saliera a denunciar micos, lo único irrebatible de todo esto es que el dueño y fundador del zoológico es el propio Santos. La opinión pública lo castigó con el peor descalabro en la popularidad de un presidente desde los tiempos de Ernesto Samper. Un precio muy alto y tal vez excesivo.
No se trata de la consecuencia de alguna primavera. Es apenas opinión sin movilización, indignación sin propósito, una expresión negativa ante una situación inaceptable. Sin embargo, no hay que despreciar esta reacción. La ciudadanía ha vuelto a enviar el mensaje de que no se debe menospreciar su cultura política. Un mensaje parecido a la no aprobación del referendo de Uribe, al llamado a la movilización del 4 de febrero del 2008, al campanazo de la primera vuelta presidencial del 2010.
La indignación ha sido sofocada con una maniobra jurídicamente dudosa pero políticamente necesaria, y la prensa escrita que está al servicio de la Casa de Nariño ha hecho el resto del trabajo. El escándalo ha sido sepultado. Puede que eso sea bueno para Santos, pero no lo es para la democracia, ni para la formación de cultura ciudadana, ni para propiciar los cambios que requieren las instituciones oficiales.
Lo peor que le puede pasar al país es que los únicos saldos de este episodio sean los resúmenes del año u otro recuerdo vago en la poco venerable historia de nuestra clase política. Hay que extraer lecciones de todo esto y esas lecciones deberán ser públicas.
La indignación es una expresión moral de la ciudadanía, pero sin deliberación y afirmación de unos valores políticos no pasará de ser una anécdota. Máxime cuando se expresa de modo tan fugaz y virtual, sin los elementos necesarios para calar en el imaginario colectivo. Acabamos de ver lo que pasó en Europa, donde la protesta ciudadana se pasmó sin mellar las estructuras políticas ni afectar las decisiones que marcan el rumbo de sus sociedades.
Hay que abrir un gran debate en varios frentes. Primero el del gobierno: ¿seguirá pensando más en legislar que en gobernar? ¿Para qué sirve la Unidad Nacional? Luego el congreso: ¿de quién es la responsabilidad de que esté dominado por los Corzo, los Merlano y las Liliana? ¿Quién responde porque semejantes figuritas presidan cámaras y comisiones? Después los partidos políticos: ¿mandan los partidos en el congreso o son mandaderos? ¿Son algo más que pasarela de delfines o máscaras de proa de diversas empresas, algunas criminales? Y la rama judicial: ¿qué hacer para reformar un poder cada vez más clientelizado, corrupto y renuente al cambio?
El Colombiano, 8 de julio
Ese alguien, por supuesto, no fue el Presidente. Aunque saliera a denunciar micos, lo único irrebatible de todo esto es que el dueño y fundador del zoológico es el propio Santos. La opinión pública lo castigó con el peor descalabro en la popularidad de un presidente desde los tiempos de Ernesto Samper. Un precio muy alto y tal vez excesivo.
No se trata de la consecuencia de alguna primavera. Es apenas opinión sin movilización, indignación sin propósito, una expresión negativa ante una situación inaceptable. Sin embargo, no hay que despreciar esta reacción. La ciudadanía ha vuelto a enviar el mensaje de que no se debe menospreciar su cultura política. Un mensaje parecido a la no aprobación del referendo de Uribe, al llamado a la movilización del 4 de febrero del 2008, al campanazo de la primera vuelta presidencial del 2010.
La indignación ha sido sofocada con una maniobra jurídicamente dudosa pero políticamente necesaria, y la prensa escrita que está al servicio de la Casa de Nariño ha hecho el resto del trabajo. El escándalo ha sido sepultado. Puede que eso sea bueno para Santos, pero no lo es para la democracia, ni para la formación de cultura ciudadana, ni para propiciar los cambios que requieren las instituciones oficiales.
Lo peor que le puede pasar al país es que los únicos saldos de este episodio sean los resúmenes del año u otro recuerdo vago en la poco venerable historia de nuestra clase política. Hay que extraer lecciones de todo esto y esas lecciones deberán ser públicas.
La indignación es una expresión moral de la ciudadanía, pero sin deliberación y afirmación de unos valores políticos no pasará de ser una anécdota. Máxime cuando se expresa de modo tan fugaz y virtual, sin los elementos necesarios para calar en el imaginario colectivo. Acabamos de ver lo que pasó en Europa, donde la protesta ciudadana se pasmó sin mellar las estructuras políticas ni afectar las decisiones que marcan el rumbo de sus sociedades.
Hay que abrir un gran debate en varios frentes. Primero el del gobierno: ¿seguirá pensando más en legislar que en gobernar? ¿Para qué sirve la Unidad Nacional? Luego el congreso: ¿de quién es la responsabilidad de que esté dominado por los Corzo, los Merlano y las Liliana? ¿Quién responde porque semejantes figuritas presidan cámaras y comisiones? Después los partidos políticos: ¿mandan los partidos en el congreso o son mandaderos? ¿Son algo más que pasarela de delfines o máscaras de proa de diversas empresas, algunas criminales? Y la rama judicial: ¿qué hacer para reformar un poder cada vez más clientelizado, corrupto y renuente al cambio?
El Colombiano, 8 de julio
martes, 3 de julio de 2012
Retrato de familia con perrito
Nadie puede saber exactamente cuál es la historia detallada de la desde ahora célebre reforma a la justicia. Así de grande, largo e inextricable es el embrollo. Unas veces creo que todo lo que se dice es falso y otras que todo es verdadero, aunque sea contradictorio entre sí.
Los medios no ayudan mucho a esclarecer las cosas. Cada uno tiene un amigo a quien proteger. Todos a Santos y a Vargas Lleras, algunos más a los gloriosos partidos liberal y conservador. Todos se quieren comer vivos a la docena de desconocidos de la comisión de conciliación y al secretario del Senado, quien pareciera ser el auténtico Guasón, como si el ejecutivo no dispusiera a su antojo de la Unidad Nacional.
El caso es que resulta insultante que después de casi dos años de gestión de la reforma por parte del gobierno, de negociaciones con las cortes, el congreso y quien sabe quién más, y de dos años de crítica por parte la opinión calificada, ahora resulte que no hay responsables o que el único problema es el congreso. (En Antioquia ni siquiera les pedimos cuentas a nuestros representantes).
Ya sabíamos que a Corzo no le alcanzaba el sueldo para la gasolina, y Simón Gaviria declaró que el sueldo no le alcanza para leerse los proyectos de ley a punto de aprobarse. Lo que no sabíamos es que a Santos le alcanza la presidencia para viajar a cumbres protocolarias y firmar telecés, pero no para apersonarse del principal proyecto de su gobierno.
No sé bien a qué se parece esto. A una obra del absurdo, por supuesto pero ¿a cuál? Claro que también podría ser el universo del poemario infantil de Rafael Pombo pues tenemos renacuajos paseadores, pobres viejecitas, gatos bandidos, simones bobitos y más. En especial aquella Mirringa Mirronga que cree que puede convencer a los gatos de que no almuercen ratones.
A última hora me traicionó el inconciente con una canción de Joaquín Sabina que se titula “Retrato de familia con perrito” (Diario de un peatón, 2003). Es la historia de una pareja de viejos, comprometida tardíamente confundiendo la soledad con amor, que vivían en una ciudad llamada Ansiedad. La historia se hace familiar cuando dice el autor que “la realidad los aplastaba” ante lo cual “cerraban los ojos” y se inventaban otra. También está el perrito “sin pedigrí”, que “sabía ladrar hasta en latín” pero no mordía sino al “gato del alguacil”.
Tal vez sea una imagen muy elaborada pero me parece que esa pareja se parece a muchos de nosotros que nos inventamos una realidad mejor que la que vivimos y que el perrito podría ser nuestra justicia. Y la señora Lili Marleen, tan callada y discreta, nuestro pueblo. El caso es que dado que el anciano se llamaba Confusión, fue inevitable para mí imaginarlo con el rostro del presidente Santos. “Él se llamaba Confusión”.
El Colombiano, 1 de julio
Los medios no ayudan mucho a esclarecer las cosas. Cada uno tiene un amigo a quien proteger. Todos a Santos y a Vargas Lleras, algunos más a los gloriosos partidos liberal y conservador. Todos se quieren comer vivos a la docena de desconocidos de la comisión de conciliación y al secretario del Senado, quien pareciera ser el auténtico Guasón, como si el ejecutivo no dispusiera a su antojo de la Unidad Nacional.
El caso es que resulta insultante que después de casi dos años de gestión de la reforma por parte del gobierno, de negociaciones con las cortes, el congreso y quien sabe quién más, y de dos años de crítica por parte la opinión calificada, ahora resulte que no hay responsables o que el único problema es el congreso. (En Antioquia ni siquiera les pedimos cuentas a nuestros representantes).
Ya sabíamos que a Corzo no le alcanzaba el sueldo para la gasolina, y Simón Gaviria declaró que el sueldo no le alcanza para leerse los proyectos de ley a punto de aprobarse. Lo que no sabíamos es que a Santos le alcanza la presidencia para viajar a cumbres protocolarias y firmar telecés, pero no para apersonarse del principal proyecto de su gobierno.
No sé bien a qué se parece esto. A una obra del absurdo, por supuesto pero ¿a cuál? Claro que también podría ser el universo del poemario infantil de Rafael Pombo pues tenemos renacuajos paseadores, pobres viejecitas, gatos bandidos, simones bobitos y más. En especial aquella Mirringa Mirronga que cree que puede convencer a los gatos de que no almuercen ratones.
A última hora me traicionó el inconciente con una canción de Joaquín Sabina que se titula “Retrato de familia con perrito” (Diario de un peatón, 2003). Es la historia de una pareja de viejos, comprometida tardíamente confundiendo la soledad con amor, que vivían en una ciudad llamada Ansiedad. La historia se hace familiar cuando dice el autor que “la realidad los aplastaba” ante lo cual “cerraban los ojos” y se inventaban otra. También está el perrito “sin pedigrí”, que “sabía ladrar hasta en latín” pero no mordía sino al “gato del alguacil”.
Tal vez sea una imagen muy elaborada pero me parece que esa pareja se parece a muchos de nosotros que nos inventamos una realidad mejor que la que vivimos y que el perrito podría ser nuestra justicia. Y la señora Lili Marleen, tan callada y discreta, nuestro pueblo. El caso es que dado que el anciano se llamaba Confusión, fue inevitable para mí imaginarlo con el rostro del presidente Santos. “Él se llamaba Confusión”.
El Colombiano, 1 de julio
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