La seriedad de las amenazas contra la vida del gobernador Sergio Fajardo esta semana no debe ser subestimada. La información provino del Ejército Nacional –la institución que goza de más credibilidad en el país– y fue confirmada por la Fiscalía. Mal servicio le prestan a la democracia medios como El Tiempo y El Espectador que sepultaron la nota y le adjudicaron la información al propio Fajardo.
Fajardo nunca ha hecho política con la violencia. En esto se distingue nítidamente de aquellos políticos que resultan amenazados cuando dejan de mojar prensa más de dos semanas o que creen que un séquito de guardaespaldas les da estatus. Solo por eso merece credibilidad. Pero si, además, su despacho se ve sometido a un operativo de protección por parte del CTI de la Fiscalía desde Bogotá, como sucedió en la noche del miércoles 6 de junio, aquella subestimación resulta insostenible. Técnicamente dejó de ser una amenaza y se convirtió en la debelación de un atentado.
Mi punto es que se trata de un asunto serio, contra la autoridad regional más importante del país, en un ambiente que se torna inseguro entre los titubeos del gobierno central y los juegos beligerantes desde los extremos del espectro político.
¿De dónde puede provenir esta acción? Fajardo nunca se ha enfocado en luchas personalizadas o vindicativas, nunca estigmatizó ningún partido por merecido que lo tuviera y se apartó siempre del tinglado de la polarización en la última década alrededor de la figura de Álvaro Uribe. Su perspectiva ha sido la de gobernar para todos, incluso cuando ha estado en campaña.
Pero sí se ha comprado una lucha. La lucha contra la corrupción, la criminalidad y la ilegalidad. Cuando esa lucha es genérica y abstracta, como cuando se publicó el Libro Blanco, nada pasa. Excepto, claro está, el pleitismo propio de los políticos que tienen pocos argumentos pero les sobran amigos en los tribunales. Pero cuando la lupa pasa del papel a los organismos de control y se investigan casos concretos, nombres de personajes, empresas de fachada, contratos a dedo y acomodados y desfalcos de varios cientos y miles de millones de pesos, la cosa cambia.
Es que aquí no se trata de honor sino de plata, no se juega el prestigio sino la libertad. Con este desplazamiento, las nobles banderas políticas y las trayectorias públicas van quedando a un lado y lo que emerge son prontuarios, antecedentes y asociaciones para delinquir. En estos casos, cuando una investigación es seria, termina poniendo en evidencia que existe una fina conexión entre miles de votos, centenas de contratos y decenas de balas.
Esta es la hipótesis más plausible, pero en este país y en esta región hay más probabilidades en juego. En cualquier caso y por el bien de todos, sería bueno que toda la sociedad antioqueña –incluyendo a los adversarios políticos de Sergio Fajardo– condenara públicamente estas acciones.
El Colombiano, 10 de junio.
No hay comentarios.:
Publicar un comentario