La tranquilidad en los pueblos del Suroeste fue perturbada a fines del 2011 por el persistente ruido de un helicóptero que los auscultó durante más de un mes. No es que los helicópteros sean raros en la región. Ella ha sido sobrevolada por gobernantes que no se dignaron pisar la carretera, mafiosos que iban a buscar fincas, trasportadores de valores, fuerza pública.
Este helicóptero, blanco, pequeño, llevaba un largo aditamento que se prolongaba varios metros hacia adelante, como si fuera un unicornio volador. Pasaron semanas de especulaciones acerca de qué se trataba, hasta que un buen día de diciembre las personas del helicóptero decidieron descender. Se trataba de operadores del “Proyecto Andes” de la empresa Continental Gold y sus contratistas de MPX y Prisma.
Pedían reuniones con la población para explicar de qué se trataba el asunto, para anunciar que sobrevolarían las partes más habitadas y pedir permiso para aterrizar en las canchas de los pueblos, todo ello varias semanas después del alboroto. Tuve oportunidad de asistir a una. Ningún responsable siquiera de rango medio, información mal dada, geólogos explicando proyectos sociales, trabajadoras sociales haciendo malabares económicos. Un desastre. Y la gente muy inconforme.
La minería legal del oro en el suroeste antioqueño es una oportunidad. Actualmente existen 602 títulos mineros de todas las clases y en las diversas fases de legalización. Todos los municipios tienen algún título. Unos menos, como Hispania (6) o Salgar (7), otros muchos, como Urrao (80) o Andes (67). No hay que olvidar que en el Suroeste estaba supuesto uno de los delirios auríferos del país: Dabaibe, perseguido por Francisco César hace 5 siglos y por mucha gente hoy.
Pero mientras todos estaban mirando helicópteros en el cielo y multinacionales en internet, una operación silenciosa se está llevando a cabo en la región. Se trata de la minería ilegal. Solo en los últimos 2 años se han reportado más de 35 casos de explotaciones ilegales del oro del Suroeste (Defensoría del Pueblo). Ya circulan fotografías de retroexcavadoras en algunos ríos relativamente alejados de las cabeceras.
Se sabe que estos mineros vienen del Nordeste. Muchos pueden ser mineros tradicionales que son capaces de “oler el oro”, como dice Juan José Hoyos de un embera llamado Aníbal Murillo. Pero otros pueden estar involucrados en empresas criminales. De hecho, en enero pasado fueron abaleados dos mineros en la variante de Caldas, cuando se dirigían al Suroeste. Todos ellos están allí con la invitación o negligencia de los alcaldes y con la complacencia o displicencia de los comandantes de la policía.
El cuadro final no es muy alentador. Las empresas legales no hacen bien su trabajo de acercarse a la comunidad, trabajar de la mano con las autoridades, suministrar información oportuna sobre los proyectos. Mientras tanto, algunos funcionarios uñilargos se lucran de sus acuerdos bajo la mesa con los mineros informales o emergentes.
Se supone que el oro pueda traer riqueza y desarrollo, siempre que se ejecute una intervención cuidadosa y bien vigilada, que tenga en cuenta desde el primer día a las comunidades locales. Pero las vísperas no son halagüeñas.
El Colombiano, 25 de marzo
viernes, 30 de marzo de 2012
miércoles, 21 de marzo de 2012
Democracia o corrupción
Que el gran problema de los regímenes políticos contemporáneos sea la corrupción, se delata en el título de un artículo reciente del filósofo francés André Glucksmann: “Democracia o corrupción” (El País, 14.12.11). Aunque el tema de la corrupción es tan antiguo como el de la política, no hay duda de que el fenómeno se extendió con la desregulación estatal y la colonización de la esfera pública por lógicas mercantiles.
Glucksmann puso su dramática antítesis para ilustrar el caso ruso, ya típico ejemplo de Estado mafioso, según la interpretación más aceptada por los analistas. Pero también es preocupación de estados autoritarios, como el chino y tema central en las democracias occidentales. Colombia no es una excepción, la mayoría (63%) de la gente cree que la corrupción crece en el país (Invamer Gallup, 22.02.11) y estamos sobre el promedio continental en mala percepción ciudadana al respecto (37 sobre 31).
Sin embargo, si se analizan con detalle las consecuencias de la corrupción podríamos convenir en que es difícil encontrar un tema más fundamental. Ya el informe Latinobarómetro de 2010 señaló que “la corrupción es uno de los puntos que afectan a la democracia y su apoyo, así como el combate a la delincuencia”. El hallazgo es que en el continente cree que el principal obstáculo para la acción eficaz de la policía respecto a la seguridad es la corrupción y desconfía de las instituciones democráticas debido a ella.
A fines del año pasado, el expresidente brasileño Fernando Henrique Cardoso (O Estado de Sao Paulo, 13.11.11) introdujo una distinción interesante entre la corrupción “episódica” y la “sistemática”. La primera es una “desviación individual de la conducta”, como tal marginal, dependiente de la probidad del funcionario y de las buenas selecciones de personal y decisiones de los mecanismos de control. La segunda es una “práctica aceptada para garantizar la gobernabilidad”, parte del engranaje de gobierno, muchas veces adecuada a normas y condiciones publicadas.
Los procesos por los cuales una conducta desviada se puede convertir en pauta estructurada de comportamiento de la institución y el funcionario son muchos. Una de ellas es lo que se llama “habituación sistemática a la conducta ilegal”. O para decirlo en términos coloquiales, el “tapen, tapen”, la falta de deliberación, la entronización de cargos o personajes supuestamente intocables.
Aunque una visión realista de la política sea escéptica frente a la probabilidad de una separación clara y tajante entre democracia y corrupción, la magnitud contemporánea del problema y sus nuevas expresiones –que permiten, por ejemplo, que el robo pueda ser legal– obliga a elevar los estándares de vigilancia, control y castigo.
Creo –como todos los editorialistas de la prensa colombiana– que el Libro Blanco del gobernador Fajardo va en la vía correcta porque pretende romper con la inercia –medio bobalicona, medio cómplice– que nos lleva a dejar pasar sin más; porque quiebra una tradición de guardar silencio, no examinar y menos discutir las gestiones de quienes son servidores públicos.
No es bueno querer acallar la deliberación democrática con duelos de honor o querellas judiciales.
El Colombiano, 18 de marzo
Glucksmann puso su dramática antítesis para ilustrar el caso ruso, ya típico ejemplo de Estado mafioso, según la interpretación más aceptada por los analistas. Pero también es preocupación de estados autoritarios, como el chino y tema central en las democracias occidentales. Colombia no es una excepción, la mayoría (63%) de la gente cree que la corrupción crece en el país (Invamer Gallup, 22.02.11) y estamos sobre el promedio continental en mala percepción ciudadana al respecto (37 sobre 31).
Sin embargo, si se analizan con detalle las consecuencias de la corrupción podríamos convenir en que es difícil encontrar un tema más fundamental. Ya el informe Latinobarómetro de 2010 señaló que “la corrupción es uno de los puntos que afectan a la democracia y su apoyo, así como el combate a la delincuencia”. El hallazgo es que en el continente cree que el principal obstáculo para la acción eficaz de la policía respecto a la seguridad es la corrupción y desconfía de las instituciones democráticas debido a ella.
A fines del año pasado, el expresidente brasileño Fernando Henrique Cardoso (O Estado de Sao Paulo, 13.11.11) introdujo una distinción interesante entre la corrupción “episódica” y la “sistemática”. La primera es una “desviación individual de la conducta”, como tal marginal, dependiente de la probidad del funcionario y de las buenas selecciones de personal y decisiones de los mecanismos de control. La segunda es una “práctica aceptada para garantizar la gobernabilidad”, parte del engranaje de gobierno, muchas veces adecuada a normas y condiciones publicadas.
Los procesos por los cuales una conducta desviada se puede convertir en pauta estructurada de comportamiento de la institución y el funcionario son muchos. Una de ellas es lo que se llama “habituación sistemática a la conducta ilegal”. O para decirlo en términos coloquiales, el “tapen, tapen”, la falta de deliberación, la entronización de cargos o personajes supuestamente intocables.
Aunque una visión realista de la política sea escéptica frente a la probabilidad de una separación clara y tajante entre democracia y corrupción, la magnitud contemporánea del problema y sus nuevas expresiones –que permiten, por ejemplo, que el robo pueda ser legal– obliga a elevar los estándares de vigilancia, control y castigo.
Creo –como todos los editorialistas de la prensa colombiana– que el Libro Blanco del gobernador Fajardo va en la vía correcta porque pretende romper con la inercia –medio bobalicona, medio cómplice– que nos lleva a dejar pasar sin más; porque quiebra una tradición de guardar silencio, no examinar y menos discutir las gestiones de quienes son servidores públicos.
No es bueno querer acallar la deliberación democrática con duelos de honor o querellas judiciales.
El Colombiano, 18 de marzo
jueves, 15 de marzo de 2012
Los escogidos
Recién salía de la universidad cuando fui nombrado inspector de policía en algún corregimiento de un departamento limítrofe con el río Cauca. Una vez instalado en el lugar, mi antecesor tuvo a bien recibirme y hacerme entrega del patrimonio de la inspección y de mis herramientas básicas de trabajo. Eran ellas un manojo de llaves y una vara larga y fuerte. Las llaves son –me dijo– para abrir los candados que tienen las puertas del puente para que los abigeos no puedan trasladar el ganado robado en las noches. ¿Y la vara? Para empujar los muertos que bajan por el río y a usted no le toque hacer esa diligencia.
Esa historia la escuché hace tiempos de boca de un señor que la contaba así, en primera persona. Después la he escuchado de decenas de individuos que la cuentan en tercera persona, sin llaves, en otro río y con otros detalles. Ya puede ser una leyenda más de nuestro campo. Una leyenda que ilustra dos cosas. La primera, que nuestros dos grandes ríos centrales siguen siendo en buena medida, zonas de frontera interior, tierras en las que la presencia del Estado se limita a un inspector con su vara y poco más; zonas de periferia llenas de abandono y de bandidos.
El otro asunto que delata la anécdota es la indolencia que la opinión publicada o algún sector de la sociedad ha tenido para con sus muertos. No todos, pero sí los muchos. Indolencia que después hace que duela y que cause estupor que algún puñado de muertos ocupen la atención de los medios, gastando calendarios, llámense Gaitán o Colmenares, mientras miles, decenas de miles, centenares de miles pasan simplemente como muertos de tercera o anónimos o, pareciera, como no-muertos.
No todo el mundo actúa así. Hay muchas historias a nuestro alrededor de personas que se ocupan de los muertos, previsivamente de los por morir y caritativamente de los muertos expósitos. Historias de todas partes. Uno de esos lugares es Puerto Berrío, que me quisiera imaginar como el centro demográfico del país, donde, en algún momento alguien –digamos, Francisco Luis Mesa– decidió que no era bueno dejar pasar los cadáveres hinchados, incompletos, sucios, y que era mejor orillarlos, limpiarlos y sepultarlos. Para que, más tarde, otro alguien –por ejemplo, Lucina Andrade– adopte la tumba, vierta el ene ene a un nombre propio, le dé apellido y lo integre a una familia en la que se le cuida, pero a la que también se le deben obligaciones.
Mucho después, alguien más se ocupa de todos. Patricia Nieto –cual Pietà– cogió a los muertos rescatados del río Magdalena y concentrados en el pabellón de los olvidados del cementerio de Puerto Berrío; también a algunos de sus deudos, que tuvieron el lamentable consuelo de identificar unos huesos; y convocó a pescadores de cuerpos, forenses, animeros; reunió a los adoptantes, utilitarios unos, responsables otros, afectuosos todos; y los metió en “Los escogidos”. Su más reciente libro, publicado por la Alcaldía en la colección “Letras vivas de Medellín”.
El Colombiano, 11 de marzo
Esa historia la escuché hace tiempos de boca de un señor que la contaba así, en primera persona. Después la he escuchado de decenas de individuos que la cuentan en tercera persona, sin llaves, en otro río y con otros detalles. Ya puede ser una leyenda más de nuestro campo. Una leyenda que ilustra dos cosas. La primera, que nuestros dos grandes ríos centrales siguen siendo en buena medida, zonas de frontera interior, tierras en las que la presencia del Estado se limita a un inspector con su vara y poco más; zonas de periferia llenas de abandono y de bandidos.
El otro asunto que delata la anécdota es la indolencia que la opinión publicada o algún sector de la sociedad ha tenido para con sus muertos. No todos, pero sí los muchos. Indolencia que después hace que duela y que cause estupor que algún puñado de muertos ocupen la atención de los medios, gastando calendarios, llámense Gaitán o Colmenares, mientras miles, decenas de miles, centenares de miles pasan simplemente como muertos de tercera o anónimos o, pareciera, como no-muertos.
No todo el mundo actúa así. Hay muchas historias a nuestro alrededor de personas que se ocupan de los muertos, previsivamente de los por morir y caritativamente de los muertos expósitos. Historias de todas partes. Uno de esos lugares es Puerto Berrío, que me quisiera imaginar como el centro demográfico del país, donde, en algún momento alguien –digamos, Francisco Luis Mesa– decidió que no era bueno dejar pasar los cadáveres hinchados, incompletos, sucios, y que era mejor orillarlos, limpiarlos y sepultarlos. Para que, más tarde, otro alguien –por ejemplo, Lucina Andrade– adopte la tumba, vierta el ene ene a un nombre propio, le dé apellido y lo integre a una familia en la que se le cuida, pero a la que también se le deben obligaciones.
Mucho después, alguien más se ocupa de todos. Patricia Nieto –cual Pietà– cogió a los muertos rescatados del río Magdalena y concentrados en el pabellón de los olvidados del cementerio de Puerto Berrío; también a algunos de sus deudos, que tuvieron el lamentable consuelo de identificar unos huesos; y convocó a pescadores de cuerpos, forenses, animeros; reunió a los adoptantes, utilitarios unos, responsables otros, afectuosos todos; y los metió en “Los escogidos”. Su más reciente libro, publicado por la Alcaldía en la colección “Letras vivas de Medellín”.
El Colombiano, 11 de marzo
miércoles, 7 de marzo de 2012
La saga del alcalde Alonso
Cuando Alonso Salazar fue elegido alcalde de Medellín en octubre de 2007, todo el mundo vio a un político nuevo, que había sido funcionario de una administración exitosa y cara visible de un proyecto político alternativo. La mayoría olvidó lo que era básicamente hasta ese momento Alonso Salazar.
Alonso era un periodista e investigador renombrado internacionalmente por ser uno de los mayores conocedores de los dominios del Señor Oscuro. Escribió “No nacimos pa’ semilla” y “Mujeres de fuego” sobre los jóvenes metidos en bandas y milicias; “La parábola de Pablo” y por lo menos tres obras más sobre el narcotráfico y el cartel de Medellín.
Cuando llegó a la Secretaría de Gobierno ya había hecho su “doctorado” en la calle, en los huecos y recovecos que no conoce ningún político. Y en la Secretaría hizo su “postdoc” sumergiéndose en el mundo de los desmovilizados, conociendo las nuevas formas del crimen organizado y su articulación estratégica con sectores de la clase política. Alonso conoce como nadie al Señor Oscuro, sabe distinguir entre sus orcos asesinos pero ruidosos y torpes, y sus názgul silenciosos y temibles.
Y si uno sabe tanto y encima es responsable y valiente, no puede hacerse el de la vista gorda. Durante sus primeros 2 años de gobierno, el alcalde Alonso se empeñó en desbaratar una de las máquinas más eficaces del Señor Oscuro. Una trinca montada entre el comandante de la policía, el jefe regional de fiscalías y uno de sus troll conocido en los medios como “El cebollero”. Alonso la desmontó contra viento y marea y casi solo: contra el poder político, contra el escepticismo de los mandos policiales y las concesiones de un aparato judicial corrupto o atemorizado.
En 2010 la fiscalía frustró este ataque y concluyó que todo había sido un montaje (FGN-50000-F16) y que, al contrario, el apoyo del bando criminal había sido para el candidato al servicio del Señor Oscuro. El asedio contra Alonso no paró. Y a él se sumaron los incautos: reaccionarios que no soportan un gobernante demócrata, elitistas a los que les da alergia un personaje estrato 3, los críticos que se pegaron de los detalles y olvidaron lo fundamental.
El penúltimo ataque fue durante las elecciones de 2011, pero el candidato del Señor Oscuro volvió a perder.
Pocos pensaron que la Procuraduría podría ser un arma del Señor Oscuro, pero las historias teológicas están llenas de casos de santos que son instrumentos del mal. La Procuraduría fue selectiva pues ignoró unas demandas y fue presta en otras, ignoró todas las investigaciones de la fiscalía y las amenazas que vive Medellín. La apertura de la investigación fue redactada como una condena preliminar.
Lo curioso del 29 de febrero es que Alonso Salazar fue sancionado con 12 años de inhabilidad el mismo día en que “El cebollero” recibió 32 de cárcel. El trueque del Señor Oscuro es evidente: “si tú me tocas un troll, yo te destruyo un alcalde”.
Otra curiosidad, el último libro de Alonso Salazar fue sobre Luis Carlos Galán y se titula “Profeta en el desierto”. Si Medellín deja solos a sus líderes contra el crimen, estaremos perdidos.
El Colombiano, 4 de marzo
Alonso era un periodista e investigador renombrado internacionalmente por ser uno de los mayores conocedores de los dominios del Señor Oscuro. Escribió “No nacimos pa’ semilla” y “Mujeres de fuego” sobre los jóvenes metidos en bandas y milicias; “La parábola de Pablo” y por lo menos tres obras más sobre el narcotráfico y el cartel de Medellín.
Cuando llegó a la Secretaría de Gobierno ya había hecho su “doctorado” en la calle, en los huecos y recovecos que no conoce ningún político. Y en la Secretaría hizo su “postdoc” sumergiéndose en el mundo de los desmovilizados, conociendo las nuevas formas del crimen organizado y su articulación estratégica con sectores de la clase política. Alonso conoce como nadie al Señor Oscuro, sabe distinguir entre sus orcos asesinos pero ruidosos y torpes, y sus názgul silenciosos y temibles.
Y si uno sabe tanto y encima es responsable y valiente, no puede hacerse el de la vista gorda. Durante sus primeros 2 años de gobierno, el alcalde Alonso se empeñó en desbaratar una de las máquinas más eficaces del Señor Oscuro. Una trinca montada entre el comandante de la policía, el jefe regional de fiscalías y uno de sus troll conocido en los medios como “El cebollero”. Alonso la desmontó contra viento y marea y casi solo: contra el poder político, contra el escepticismo de los mandos policiales y las concesiones de un aparato judicial corrupto o atemorizado.
En 2010 la fiscalía frustró este ataque y concluyó que todo había sido un montaje (FGN-50000-F16) y que, al contrario, el apoyo del bando criminal había sido para el candidato al servicio del Señor Oscuro. El asedio contra Alonso no paró. Y a él se sumaron los incautos: reaccionarios que no soportan un gobernante demócrata, elitistas a los que les da alergia un personaje estrato 3, los críticos que se pegaron de los detalles y olvidaron lo fundamental.
El penúltimo ataque fue durante las elecciones de 2011, pero el candidato del Señor Oscuro volvió a perder.
Pocos pensaron que la Procuraduría podría ser un arma del Señor Oscuro, pero las historias teológicas están llenas de casos de santos que son instrumentos del mal. La Procuraduría fue selectiva pues ignoró unas demandas y fue presta en otras, ignoró todas las investigaciones de la fiscalía y las amenazas que vive Medellín. La apertura de la investigación fue redactada como una condena preliminar.
Lo curioso del 29 de febrero es que Alonso Salazar fue sancionado con 12 años de inhabilidad el mismo día en que “El cebollero” recibió 32 de cárcel. El trueque del Señor Oscuro es evidente: “si tú me tocas un troll, yo te destruyo un alcalde”.
Otra curiosidad, el último libro de Alonso Salazar fue sobre Luis Carlos Galán y se titula “Profeta en el desierto”. Si Medellín deja solos a sus líderes contra el crimen, estaremos perdidos.
El Colombiano, 4 de marzo
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