Recién salía de la universidad cuando fui nombrado inspector de policía en algún corregimiento de un departamento limítrofe con el río Cauca. Una vez instalado en el lugar, mi antecesor tuvo a bien recibirme y hacerme entrega del patrimonio de la inspección y de mis herramientas básicas de trabajo. Eran ellas un manojo de llaves y una vara larga y fuerte. Las llaves son –me dijo– para abrir los candados que tienen las puertas del puente para que los abigeos no puedan trasladar el ganado robado en las noches. ¿Y la vara? Para empujar los muertos que bajan por el río y a usted no le toque hacer esa diligencia.
Esa historia la escuché hace tiempos de boca de un señor que la contaba así, en primera persona. Después la he escuchado de decenas de individuos que la cuentan en tercera persona, sin llaves, en otro río y con otros detalles. Ya puede ser una leyenda más de nuestro campo. Una leyenda que ilustra dos cosas. La primera, que nuestros dos grandes ríos centrales siguen siendo en buena medida, zonas de frontera interior, tierras en las que la presencia del Estado se limita a un inspector con su vara y poco más; zonas de periferia llenas de abandono y de bandidos.
El otro asunto que delata la anécdota es la indolencia que la opinión publicada o algún sector de la sociedad ha tenido para con sus muertos. No todos, pero sí los muchos. Indolencia que después hace que duela y que cause estupor que algún puñado de muertos ocupen la atención de los medios, gastando calendarios, llámense Gaitán o Colmenares, mientras miles, decenas de miles, centenares de miles pasan simplemente como muertos de tercera o anónimos o, pareciera, como no-muertos.
No todo el mundo actúa así. Hay muchas historias a nuestro alrededor de personas que se ocupan de los muertos, previsivamente de los por morir y caritativamente de los muertos expósitos. Historias de todas partes. Uno de esos lugares es Puerto Berrío, que me quisiera imaginar como el centro demográfico del país, donde, en algún momento alguien –digamos, Francisco Luis Mesa– decidió que no era bueno dejar pasar los cadáveres hinchados, incompletos, sucios, y que era mejor orillarlos, limpiarlos y sepultarlos. Para que, más tarde, otro alguien –por ejemplo, Lucina Andrade– adopte la tumba, vierta el ene ene a un nombre propio, le dé apellido y lo integre a una familia en la que se le cuida, pero a la que también se le deben obligaciones.
Mucho después, alguien más se ocupa de todos. Patricia Nieto –cual Pietà– cogió a los muertos rescatados del río Magdalena y concentrados en el pabellón de los olvidados del cementerio de Puerto Berrío; también a algunos de sus deudos, que tuvieron el lamentable consuelo de identificar unos huesos; y convocó a pescadores de cuerpos, forenses, animeros; reunió a los adoptantes, utilitarios unos, responsables otros, afectuosos todos; y los metió en “Los escogidos”. Su más reciente libro, publicado por la Alcaldía en la colección “Letras vivas de Medellín”.
El Colombiano, 11 de marzo
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