Que el gran problema de los regímenes políticos contemporáneos sea la corrupción, se delata en el título de un artículo reciente del filósofo francés André Glucksmann: “Democracia o corrupción” (El País, 14.12.11). Aunque el tema de la corrupción es tan antiguo como el de la política, no hay duda de que el fenómeno se extendió con la desregulación estatal y la colonización de la esfera pública por lógicas mercantiles.
Glucksmann puso su dramática antítesis para ilustrar el caso ruso, ya típico ejemplo de Estado mafioso, según la interpretación más aceptada por los analistas. Pero también es preocupación de estados autoritarios, como el chino y tema central en las democracias occidentales. Colombia no es una excepción, la mayoría (63%) de la gente cree que la corrupción crece en el país (Invamer Gallup, 22.02.11) y estamos sobre el promedio continental en mala percepción ciudadana al respecto (37 sobre 31).
Sin embargo, si se analizan con detalle las consecuencias de la corrupción podríamos convenir en que es difícil encontrar un tema más fundamental. Ya el informe Latinobarómetro de 2010 señaló que “la corrupción es uno de los puntos que afectan a la democracia y su apoyo, así como el combate a la delincuencia”. El hallazgo es que en el continente cree que el principal obstáculo para la acción eficaz de la policía respecto a la seguridad es la corrupción y desconfía de las instituciones democráticas debido a ella.
A fines del año pasado, el expresidente brasileño Fernando Henrique Cardoso (O Estado de Sao Paulo, 13.11.11) introdujo una distinción interesante entre la corrupción “episódica” y la “sistemática”. La primera es una “desviación individual de la conducta”, como tal marginal, dependiente de la probidad del funcionario y de las buenas selecciones de personal y decisiones de los mecanismos de control. La segunda es una “práctica aceptada para garantizar la gobernabilidad”, parte del engranaje de gobierno, muchas veces adecuada a normas y condiciones publicadas.
Los procesos por los cuales una conducta desviada se puede convertir en pauta estructurada de comportamiento de la institución y el funcionario son muchos. Una de ellas es lo que se llama “habituación sistemática a la conducta ilegal”. O para decirlo en términos coloquiales, el “tapen, tapen”, la falta de deliberación, la entronización de cargos o personajes supuestamente intocables.
Aunque una visión realista de la política sea escéptica frente a la probabilidad de una separación clara y tajante entre democracia y corrupción, la magnitud contemporánea del problema y sus nuevas expresiones –que permiten, por ejemplo, que el robo pueda ser legal– obliga a elevar los estándares de vigilancia, control y castigo.
Creo –como todos los editorialistas de la prensa colombiana– que el Libro Blanco del gobernador Fajardo va en la vía correcta porque pretende romper con la inercia –medio bobalicona, medio cómplice– que nos lleva a dejar pasar sin más; porque quiebra una tradición de guardar silencio, no examinar y menos discutir las gestiones de quienes son servidores públicos.
No es bueno querer acallar la deliberación democrática con duelos de honor o querellas judiciales.
El Colombiano, 18 de marzo
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