La negación de la existencia de una guerra –“media” según la clasificación de Uppsala– durante la década pasada sólo fue posible como herramienta política. El gobierno la negó para enmarcar la acción del Estado en la lucha global contra el terrorismo y ciertos sectores la negaron para deslegitimar la acción del Estado, en este caso no era guerra sino “lucha popular”.
Se trató de una situación excepcional, que se prodigó en hechos excepcionales y permitió la aparición de un líder excepcional: amo del arte de la guerra, que parecía saberse los nombres de los 44 millones de colombianos y conocer en persona cada rincón del país. Esa es la era que terminó en 2008 y su herencia es la normalidad.
Ya no estamos en Colombia en una situación excepcional y toda agitación alrededor de que “la culebra está viva” (Gobierno) o que la operación “Renacer” de las Farc es exitosa (alguna oposición), sólo trata de llevarnos de nuevo al molino del estado de excepción.
La normalidad necesita un Presidente normal, que pueda gobernar con un plan de desarrollo y ya no un programa mental; con un gabinete de ministros de primera y ya no secretarios de segunda; con toda la institucionalidad del Estado y no más con la férrea y única voluntad del Ejecutivo central; con la Constitución más que con la necesidad.
Corolario mockusiano: lo más normal es el apego a la norma. Es tan normal que ningún otro candidato presidencial le da importancia a la cultura de la legalidad. Parece una banalidad. Si lo es se trata, como decía Gide, de una “banalidad superior”.
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