El gran héroe de Isaiah Berlin es Alexander Herzen (1812-1870), una de esas figuras extrañas y marginales que bajo el impacto de los acontecimientos europeos de 1848 elaboraron un pensamiento que sólo empezó a ser comprendido en la segunda mitad del siglo XX. Como Tocqueville, Charlier, Fröbel. Herzen fue un socialista anómalo, desprovisto de todos los sentimientos redencionistas que caracterizaron a los revolucionarios de su tiempo.
Herzen se aparta de la reverencia tradicionalista por los muertos y de la creencia supersticiosa en la magnificencia del mundo de los que no han nacido. Por lo primero su crítica del progreso no es nada reaccionaria, por lo segundo se niega al sacrifico que demandan las utopías modernas de cualquier signo ideológico o tecnocrático. Para él no existe ninguna diferencia entre el lema de los gladiadores romanos (“los que van a morir te saludan”) y las exigencias de heroísmo y martirio que los ilustrados occidentales le exigen a los vivos.
Su convicción es clara: “el fin de cada generación es ella misma”. Lo único importante son los vivos. La única dimensión del tiempo que vale la pena es la que cubre una generación, el periodo de una vida humana, a lifetime como dicen los angloparlantes. Ello nos proporciona modestia y metas cercanas. Lo más importante: no permite que se sacrifique a los vivos para hacer que los que no han nacido (y no sabemos si nacerán) vivan mejor.
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