Rafael Uribe Uribe (1859-1914) era un niño cuando buena parte de los liberales colombianos se dedicaron al delirio hasta el punto de que la historia terminó agrupándolos bajo la rúbrica de “Olimpo radical”. Las prédicas sobre el federalismo y la libertad encubrieron siempre la defensa de poderes regionales semifeudales en contra de cualquier intento de creación de un Estado central que mereciera tal nombre.
Uribe Uribe asimiló la lección y terminó describiendo la personalidad colombiana bajo los rasgos de los radicales. “Raza quimerista”, dijo. Quizás esto vaya en contravía de la conclusión que sacara Jaime Jaramillo Uribe de que nuestra característica haya sido siempre la medianía, pero no le falta razón. En especial no le falta porque tal “quimerismo” fue la enfermedad que dejó al liberalismo como alternativa poco creíble (ayudado por su aventuras militares).
Tampoco le falta razón por la manera como en el siglo XX asumimos las utopías europeas e intentamos embellecer las instituciones precolombinas. De hecho, mientras el pensamiento político contemporáneo es claramente antiutópico (Berlin) o distópico (Foucault) o, al menos moderado por el realismo (Rawls), aquí la palabra utopía todavía se pronuncia con veneración y entusiasmo.
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