El perfeccionismo abarca todas aquellas ideologías que prometen un mundo perfecto y feliz aquí en la tierra. Son perfeccionistas los nazis, los comunistas, los integristas religiosos, los demócratas radicales y los globalistas. Un mundo perfecto requiere un Estado absoluto, una ley universal o la bondadosa y correcta autorregulación de las personas y las sociedades. Es imposible que exista la sociedad perfecta, pero los perfeccionistas no aceptan esta afirmación y a través de su acción política se convierten en promotores de catástrofes.
Lo contrario al perfeccionismo es el falibilismo. Las personas y las sociedades vivimos en la oscuridad y somos muy propensos a equivocarnos; no existe una ley eterna y universal que sea cierta e infalible; si existe la verdad, es muy difícil conocerla y a lo poco que podemos conocer accedemos de múltiples y a veces contradictorias maneras. Para los falibilistas no hay tronos desde los que se pueda sentar cátedra, no existen teorías capaces de explicarlo todo, ni métodos abstractos de investigación.
Algunas de las consecuencias políticas del falibilismo pueden ser descritas de la siguiente manera: hay que dejar un amplio margen en la sociedad para el ensayo y el error lo que significa una amplia esfera de libertad; por tanto, no puede pretenderse que el derecho cubra todas las actividades humanas con prohibiciones y regulaciones; es muy importante que otros órdenes normativos como la ética, la política, la religión y el mercado tengan margen para la intervención en la actividad humana; el pilar de la organización política debe ser el pluralismo, no la democracia que es apenas un procedimiento; no debe pedírsele al gobierno que se ocupe de todos los asuntos y en cambio debe delegarse a la sociedad y a los individuos muchas cargas y responsabilidades.
sábado, 28 de marzo de 2009
miércoles, 25 de marzo de 2009
Obituario: Saúl Álvarez
Murió esta semana en Bogotá Saúl Álvarez, fundador y dueño de Musiteca, dispensador de consuelo para buena parte de los melómanos bogotanos y algunos otros que vivimos más lejos de las estrellas pero más cerca del corazón de la tierra. Conocí a Saúl hace 28 años en su pequeña caseta de latas azules cuando la Calle 19 se había convertido en un desafío a la tiranía de las tiendas de discos que no nos vendían lo que buscábamos sino lo que les daba la gana.
La última vez que hablé con él fue el martes 10 de marzo separando un pedido que incluía Fleet Foxes, Antony and the Johnsons y TV on the Radio. Se apresuró a adelantarme que estaba por llegarle una remesa y a contarme que el Liverpool ya le iba ganando al Real Madrid por la Champions. Musiteca dejó los andenes para que Bogotá se viera más bonita y más muerta y se trasladó a un centro comercial unos metros más abajo. Fútbol o tenis se veían en un televisor sin volumen mientras sonaban las novedades musicales por los altavoces y uno se tomaba un café con Saúl y sus hermanos hablando de conciertos y alardeando de los espectáculos recién vistos o por ver.
En Medellín el equivalente era Carlos Aguilar, muerto hace 12 años, quien nunca fue propietario, que yo sepa, pero sí el carismático vendedor de algunas de las tiendas más emblemáticas en la ciudad para los amantes del rock. La responsabilidad de buena parte de mi discoteca está repartida entre ambos; las fuentes de la otra parte restante pertenecen a otra historia.
Recuerdo a Aguilar en este momento porque estamos en los tiempos del fin de los disqueros. El disquero es a la música como el librero a la literatura. El disquero conoce los discos, los artistas, las canciones, las anécdotas, pero lo más importante es que conoce el alma de cada melómano. El disquero es una mezcla de confesor y consejero espiritual. Cuando Aguilar o Álvarez lo veían a uno llegando a sus templos empezaban a desplegar sobre las vitrinas lo que uno necesitaba, incluyendo los dislates habituales, y también lo que no iba a buscar.
El disquero es, además, un evangelista que nos muestra donde están los nuevos santos. Usted no conoce esto, me dijo Saúl una vez en 1985 para venderme la antología que Asylum había publicado de Tom Waits. Lo mismo que hizo diez años después Carlos con Jeff Buckley. Todo aquel que entienda que un disco es un objeto cultural tan venerable como un libro, que no es lo mismo una canción en el éter que en un vinilo, ni una obra reproducida en un cedé que en un ipod, entenderá lo que significa el duelo por la muerte del disquero.
La última vez que hablé con él fue el martes 10 de marzo separando un pedido que incluía Fleet Foxes, Antony and the Johnsons y TV on the Radio. Se apresuró a adelantarme que estaba por llegarle una remesa y a contarme que el Liverpool ya le iba ganando al Real Madrid por la Champions. Musiteca dejó los andenes para que Bogotá se viera más bonita y más muerta y se trasladó a un centro comercial unos metros más abajo. Fútbol o tenis se veían en un televisor sin volumen mientras sonaban las novedades musicales por los altavoces y uno se tomaba un café con Saúl y sus hermanos hablando de conciertos y alardeando de los espectáculos recién vistos o por ver.
En Medellín el equivalente era Carlos Aguilar, muerto hace 12 años, quien nunca fue propietario, que yo sepa, pero sí el carismático vendedor de algunas de las tiendas más emblemáticas en la ciudad para los amantes del rock. La responsabilidad de buena parte de mi discoteca está repartida entre ambos; las fuentes de la otra parte restante pertenecen a otra historia.
Recuerdo a Aguilar en este momento porque estamos en los tiempos del fin de los disqueros. El disquero es a la música como el librero a la literatura. El disquero conoce los discos, los artistas, las canciones, las anécdotas, pero lo más importante es que conoce el alma de cada melómano. El disquero es una mezcla de confesor y consejero espiritual. Cuando Aguilar o Álvarez lo veían a uno llegando a sus templos empezaban a desplegar sobre las vitrinas lo que uno necesitaba, incluyendo los dislates habituales, y también lo que no iba a buscar.
El disquero es, además, un evangelista que nos muestra donde están los nuevos santos. Usted no conoce esto, me dijo Saúl una vez en 1985 para venderme la antología que Asylum había publicado de Tom Waits. Lo mismo que hizo diez años después Carlos con Jeff Buckley. Todo aquel que entienda que un disco es un objeto cultural tan venerable como un libro, que no es lo mismo una canción en el éter que en un vinilo, ni una obra reproducida en un cedé que en un ipod, entenderá lo que significa el duelo por la muerte del disquero.
viernes, 20 de marzo de 2009
Tinieblas III
Se comprende con facilidad la relación que existe entre la presencia insoslayable de factores de miedo en el mundo contemporáneo y la necesidad acuciante de seguridad. Aquellos factores de miedo como las guerras, el poderío no occidental, la crisis económica, el deterioro del ambiente, los asteroides errantes que nos golpearán, el espectáculo cotidiano de la maldad, se han acentuado por la incertidumbre que signa los últimos años.
En consecuencia los discursos sobre la seguridad se han incrementado, incluso abusivamente. Naciones Unidas ha pretendido reunir todos los beneficios deseables bajo la rúbrica de la seguridad. En 1994 empezó a hablar de “seguridad humana” para referirse a empleo e ingresos (seguridad económica), nutrición (seguridad alimentaria), salud (seguridad en la salud), ambiente (seguridad ambiental), derechos individuales (seguridad personal), derechos colectivos (seguridad de la comunidad), seguridad propiamente dicha (seguridad política). Es decir, todo lo que otros tiempos y enfoques se reunía bajo grandes palabras como paz, progreso, justicia, socialismo o democracia.
Esta tendencia a convertir todo en una faceta de la seguridad, amén de absurda, puede tornarse peligrosa. El mismo organismo de Naciones Unidas que pergeñó tan rimbombante teoría postuló como programa de la comunidad internacional la liberación del miedo. Se reproducen así buena parte de los sueños modernos de vivir una vida personal y política en la que ni el temor, ni la incertidumbre, ni el riego existan. La casa, el país y el mundo como un inmenso invernadero libre de amenazas en un extremo de la pequeña galaxia en que vivimos.
Mientras no entendamos que los mundos perfectos y totalmente seguros no existen sino en los cuentos de hadas, los perfeccionistas seguirán estimulando las ansias de control de los autoritarios.
En consecuencia los discursos sobre la seguridad se han incrementado, incluso abusivamente. Naciones Unidas ha pretendido reunir todos los beneficios deseables bajo la rúbrica de la seguridad. En 1994 empezó a hablar de “seguridad humana” para referirse a empleo e ingresos (seguridad económica), nutrición (seguridad alimentaria), salud (seguridad en la salud), ambiente (seguridad ambiental), derechos individuales (seguridad personal), derechos colectivos (seguridad de la comunidad), seguridad propiamente dicha (seguridad política). Es decir, todo lo que otros tiempos y enfoques se reunía bajo grandes palabras como paz, progreso, justicia, socialismo o democracia.
Esta tendencia a convertir todo en una faceta de la seguridad, amén de absurda, puede tornarse peligrosa. El mismo organismo de Naciones Unidas que pergeñó tan rimbombante teoría postuló como programa de la comunidad internacional la liberación del miedo. Se reproducen así buena parte de los sueños modernos de vivir una vida personal y política en la que ni el temor, ni la incertidumbre, ni el riego existan. La casa, el país y el mundo como un inmenso invernadero libre de amenazas en un extremo de la pequeña galaxia en que vivimos.
Mientras no entendamos que los mundos perfectos y totalmente seguros no existen sino en los cuentos de hadas, los perfeccionistas seguirán estimulando las ansias de control de los autoritarios.
lunes, 16 de marzo de 2009
Tinieblas II
La marcha en las tinieblas supone admitir la incertidumbre como el nuevo ambiente social y sicológico. Incertidumbre respecto al pasado, al presente y al futuro.
La incertidumbre respecto al futuro en tanto la crisis moderna es básicamente la bancarrota de la idea de progreso tal y como la esbozó Condorcet y fue aceptada por los ilustrados, llámense socialistas o liberales. No hay ningún determinismo cultural o económico que garantice que el mundo va siempre a lo mejor, siguiendo una inexorable línea ascendente. También se ha agotado la confianza en el voluntarismo que pretendiendo la imposición de la felicidad sumió a Occidente en el terror.
La incertidumbre respecto al pasado que se ha vuelto tornadizo, en la medida en que viejas anécdotas van adquiriendo el carácter de nuevos acontecimientos para tratar de comprender el presente, y en que se presentan nuevas interpretaciones para viejos acontecimientos. Los síntomas de este carácter cambiante del pasado se revelan en el éxito del revisionismo histórico y la multiplicación de las obras sobre el pasado.
La incertidumbre respecto al presente que se ilustra bien por el tono alarmista de la ciencia natural que alerta sobre el agotamiento de los recursos y la arista autodestructiva del desarrollo técnico y que duda de la capacidad de la naturaleza y de las especies para recrearse. El desconcierto de las ciencias sociales, que aún no reaccionan más allá del escándalo ante la caducidad de sus marcos interpretativos, contribuye a esta desolación.
La incertidumbre hace que en el mundo contemporáneo los más incómodos sean los modernos y también los más reaccionarios: aterrados por un cambio veloz e impredecible, los pensadores ortodoxos modernos forman la parte más gruesa y conservadora del coro de los que refunfuñan.
La incertidumbre respecto al futuro en tanto la crisis moderna es básicamente la bancarrota de la idea de progreso tal y como la esbozó Condorcet y fue aceptada por los ilustrados, llámense socialistas o liberales. No hay ningún determinismo cultural o económico que garantice que el mundo va siempre a lo mejor, siguiendo una inexorable línea ascendente. También se ha agotado la confianza en el voluntarismo que pretendiendo la imposición de la felicidad sumió a Occidente en el terror.
La incertidumbre respecto al pasado que se ha vuelto tornadizo, en la medida en que viejas anécdotas van adquiriendo el carácter de nuevos acontecimientos para tratar de comprender el presente, y en que se presentan nuevas interpretaciones para viejos acontecimientos. Los síntomas de este carácter cambiante del pasado se revelan en el éxito del revisionismo histórico y la multiplicación de las obras sobre el pasado.
La incertidumbre respecto al presente que se ilustra bien por el tono alarmista de la ciencia natural que alerta sobre el agotamiento de los recursos y la arista autodestructiva del desarrollo técnico y que duda de la capacidad de la naturaleza y de las especies para recrearse. El desconcierto de las ciencias sociales, que aún no reaccionan más allá del escándalo ante la caducidad de sus marcos interpretativos, contribuye a esta desolación.
La incertidumbre hace que en el mundo contemporáneo los más incómodos sean los modernos y también los más reaccionarios: aterrados por un cambio veloz e impredecible, los pensadores ortodoxos modernos forman la parte más gruesa y conservadora del coro de los que refunfuñan.
miércoles, 11 de marzo de 2009
Tinieblas
Hablaba yo hace poco acerca del fin de la época de ilusiones que se abrió hace 20 años con la caída del Muro de Berlín (El Colombiano, 20.10.08). Lo hacía usando, como otros, la imagen de Alexis de Tocqueville del hombre que marcha en las tinieblas. El pensador francés hablaba de la incertidumbre a la que se enfrentaba Europa después de la oleada revolucionaria.
En términos estrictos la época de las ilusiones (1989-2008) fue revolucionaria, esto es de cambios drásticos, y guiada por los valores estadounidenses: libre mercado; libertades y derechos, a las buenas o a las malas; y cosmopolitismo, cooperativo o imperial. Esas tres ideas están cuestionadas en medio de una gran crisis económica, oleada de cambios políticos y poderes emergentes.
Hablar de incertidumbre, riesgo y tinieblas supone disipar una idea moderna e ilustrada. La ilustración se presentó como el fin del oscurantismo, la derrota del miedo y la instauración de horizonte de certeza y seguridad. Como en tantos otros propósitos, en este también fracasó.
El miedo existe, es consustancial a la condición humana y no es vencible mediante la educación, la ciencia o los dispositivos políticos. El miedo no es una creación de los poderes religiosos o políticos, más bien estos poderes pueden y tienen que existir porque el miedo existe. Que el miedo sea manipulable está claro, pero en tiempos inseguros suele ser más mal consejo ocultar el riesgo que ponerlo de presente.
En términos estrictos la época de las ilusiones (1989-2008) fue revolucionaria, esto es de cambios drásticos, y guiada por los valores estadounidenses: libre mercado; libertades y derechos, a las buenas o a las malas; y cosmopolitismo, cooperativo o imperial. Esas tres ideas están cuestionadas en medio de una gran crisis económica, oleada de cambios políticos y poderes emergentes.
Hablar de incertidumbre, riesgo y tinieblas supone disipar una idea moderna e ilustrada. La ilustración se presentó como el fin del oscurantismo, la derrota del miedo y la instauración de horizonte de certeza y seguridad. Como en tantos otros propósitos, en este también fracasó.
El miedo existe, es consustancial a la condición humana y no es vencible mediante la educación, la ciencia o los dispositivos políticos. El miedo no es una creación de los poderes religiosos o políticos, más bien estos poderes pueden y tienen que existir porque el miedo existe. Que el miedo sea manipulable está claro, pero en tiempos inseguros suele ser más mal consejo ocultar el riesgo que ponerlo de presente.
martes, 3 de marzo de 2009
La malicia de la Academia
The Recording Academy, entidad famosa por la creación del Premio Grammy, siempre ha tenido sus trucos. Muchas veces nos hemos sentido engañados por sus decisiones y, en otras, podría pensarse que los estafados han sido ellos. Para evitar lo segundo la Academia suele recurrir a los mandatos de la tradición y al conservadurismo propio de las instituciones sólidas. A veces los recursos son poco ortodoxos y en otras ocasiones muy sutiles.
Ejemplos de ello lo tuvimos en la última ceremonia de premiación. Dada la precariedad de la producción musical en el 2008 y a la presión industrial y mediática que ponía a la banda inglesa Coldplay como estrella del año, la Academia decidió postular un disco del 2007 para aclamarlo como gran ganador del 2008: "Raising Sand", interpretado por Alison Krauss y Robert Plant, y producido por T. Bone Burnett. La trayectoria artística de cada uno de ellos sobrepasa la edad de cada miembro de Coldplay (exceptuemos por cortesía a la señora Krauss); y mejor no hablemos de la calidad de su discografía.
El segundo recurso fue casi imperceptible. Coldplay debía protagonizar uno de los actos centrales de la premiación y a la Academia se le ocurrió convencer a Radiohead para otra intervención. Tras nueve años sin apariciones en televisión e invitados a tocar ante una de las bandas que más ha explotado una imitación light de la gran agrupación de Oxford, el contraste resultó devastador. El disfraz de sargento pimienta de Chris Martin, con su pianito claydermaniano y su falso falsete, al lado del descuido natural de Thom Yorke y su voz sublime respaldada por tres decenas de tambores y bronces.
No había manera más contundente de colocar a una banda pequeña y anodina en su justo lugar.
Ejemplos de ello lo tuvimos en la última ceremonia de premiación. Dada la precariedad de la producción musical en el 2008 y a la presión industrial y mediática que ponía a la banda inglesa Coldplay como estrella del año, la Academia decidió postular un disco del 2007 para aclamarlo como gran ganador del 2008: "Raising Sand", interpretado por Alison Krauss y Robert Plant, y producido por T. Bone Burnett. La trayectoria artística de cada uno de ellos sobrepasa la edad de cada miembro de Coldplay (exceptuemos por cortesía a la señora Krauss); y mejor no hablemos de la calidad de su discografía.
El segundo recurso fue casi imperceptible. Coldplay debía protagonizar uno de los actos centrales de la premiación y a la Academia se le ocurrió convencer a Radiohead para otra intervención. Tras nueve años sin apariciones en televisión e invitados a tocar ante una de las bandas que más ha explotado una imitación light de la gran agrupación de Oxford, el contraste resultó devastador. El disfraz de sargento pimienta de Chris Martin, con su pianito claydermaniano y su falso falsete, al lado del descuido natural de Thom Yorke y su voz sublime respaldada por tres decenas de tambores y bronces.
No había manera más contundente de colocar a una banda pequeña y anodina en su justo lugar.
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