El filósofo belga Chaïm Perelman (1912-1984) estableció una distinción entre lo racional y lo razonable. Lo racional está ligado a criterios de verdad y coherencia, lo razonable al campo de aceptabilidad que elabora la sociedad. El profesor español Bernat Castany hizo, recientemente, una defensa de la política que merece reproducirse y de la que, por ahora, destaco dos ideas: “las verdades de la política son pragmáticas e incompletas” y su ámbito es el “de la ambigüedad, el diálogo y la concesión” (“Pequeñas grandes esperanzas”, El País, 21.08.22). En términos de Perelman, lo razonable es el rasgo más saliente de la política y, en cualquier caso, de la política democrática liberal.
Cuando se habla acá de política no se refiere solo a lo que hacen los políticos profesionales, se alude a la política como actividad necesaria e imprescindible de toda sociedad. Ello implica un entramado de demandas al ciudadano y al funcionario que, a su vez, exigen una formación interminable que pasa por aprender a leer y escribir, desarrollar las capacidades argumentativas y conocer el ámbito normativo, moral y legal, en el cual inscribir una forma de trato y de enunciación de un juicio. Uno habla en general de ciudadanos y funcionarios pero, en términos más específicos, lo que se plantea como un deber vago —como una ilusión republicana, digamos— se convierte en una obligación para el mandatario, el juez, el periodista —así no se crea en los tiempos que corren—, la obligación de formular sus opiniones, relatos y mandatos en términos razonables.
Esta breve disertación no obedece solo a motivos magisteriales; los motivos son políticos y tienen que ver con la notable dificultad de la esfera pública colombiana, especialmente de los grandes medios de comunicación y de los intelectuales conservadores para encontrar un lugar y una forma de expresión ante un gobierno casi inédito. Que no lo es, porque antes estuvieron López Pumarejo, progresista; Lleras Restrepo, acusado de socialista; Belisario, expósito. Esta dificultad es comprensible puesto que se trata de agentes con poca experiencia en el arte de la oposición leal.
Muestra de ello es el editorial de El Colombiano titulado “¿Qué le pasa al Presidente?” (21.08.22). El motivo del texto fue la ausencia del presidente a dos reuniones importantes, asunto cuya trascendencia o prioridad es muy cuestionable, y, después de especulaciones sobre la salud del mandatario, arrima la conclusión de que “los desplantes o llegadas tarde” son “un comportamiento propio de déspotas”, frase resaltada en la edición. Es evidente que el editorialista no consultó el diccionario de la lengua y, mucho menos, uno de política. Tampoco se interesó por el pragmatismo del enunciado pues la respuesta que se ofrece en nuestro contexto ante el despotismo es la rebelión: la discutió Aquino, la respaldó John Locke y la promovieron Thomas Jefferson y Epifanio Mejía (“Forjen déspotas tiranos”, ante lo que se pide “empuñar en sus manos la lanza”). El editorial incumplió las reglas de lo racional y lo razonable.
El Colombiano, 28 de agosto.
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