Una buena amiga se quedó a la espera de una declaración mía sobre mujeres destacadas, me dijo, cuando mencioné a Oriana Fallaci como una de mis heroínas. No es una tarea fácil porque la historia contada ha sido dominantemente masculina, como lo hizo saber el poeta romano Ovidio hace dos milenios. Menciono las que he ido cultivando a lo largo de la vida —mujeres de mi siglo— y que se destacan por la cualidad que les atribuía Sócrates a los héroes —la capacidad de preguntar, qué también es desafiar— y por la valentía.
Empiezo por Fallaci, a quien he dedicado varias columnas en la última década: fuerte en su lucha contra el poder y los poderosos, en sus convicciones y en el afrontamiento del ostracismo, la soledad, la enfermedad y la muerte. Su par impar en América fue Nina Simone (1933-2003). Nacida Eunice Waymon quiso ser la mejor pianista clásica de los Estados Unidos y se transformó en una de las figuras más destacadas del blues y en personalidad emblemática de la lucha por los derechos civiles. Nunca se halló en el mundo; se fue a África después del asesinato de Martin Luther King; se exilió en Holanda y murió en Francia. Dura, durísima, como todo quien tiene que ganarse cada milímetro de espacio en su vida: mujer, negra, explotada como trabajadora, mujer y negra, se expresó con pasión y, a veces, con violencia.
Otras dos, Laura Montoya y Hannah Arendt, no fueron menos valientes. Si sobrevivieron con menos penas fue, quizá, porque su medio era menos pétreo y tuvieron la fortuna de contar con el aprecio de algunas autoridades. Laura supo entreverar su desafío femenil, su vocación pedagógica y su sensibilidad hacia los indios, con una fe religiosa intachable y una rebeldía organizativa bien disimulada. Cumplió sus metas y, casi sin proponérselo, se convirtió en una notable escritora. Arendt pudo prevalecer como judía en la Alemania nazi, de apátrida durante la guerra y de mujer en la filosofía estadounidense. Su libertad intelectual, especialmente la que expresó en “Eichmann en Jerusalén”, le costó la animadversión de la intelectualidad judía; amigos como Hans Jonas y vacas sagradas como Berlin, Hobsbawm o Steiner no perdieron ocasión de rebajarla y atacarla.
La última que quiero mentar es Úrsula Iguarán. Es la fortaleza, el sentido común, la decencia y el carácter frente a la conducta aventurera, violenta y fanática de los hombres que fueron su esposo y sus hijos. Úrsula es la persona que hace posible la vida, gracias a la capacidad de lograr que el mundo permanezca cuando llega cada noche; la que sabe que lo más real y lo que vale la pena es lo que está al alcance de sus manos; y que se protege de los delirios de los varones de su familia. Alguien dirá que Úrsula no existe. Yo la conozco; son la mayoría de las mujeres presentes en mi vida.
El Colombiano, 13 de marzo
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